martes, 18 de octubre de 2016

Un patético material


Un centro cultural y de la memoria en Barcelona, en el Born, cargado de significaciones y simbolismos nacionalistas (fundamentalismo catalán), acoge en sus tripas una exposición sobre la memoria histórica del franquismo; del fascismo español y sus tristes y desgraciadas victorias, en definitiva. Una bestia negra que arrasó con todo, incluso con el recuerdo de su propio tiempo, los intangibles esfumados, un tiempo de miedo y crueldad. Dejando una sociedad estofada, que hoy sufrimos los atentos, los que aún conservamos un rastro de sensibilidad, marchitada. La crítica es un estudio (además de un carácter y una personalidad) mediante el cual la gente alcanza una formidable capacidad para destruir las mentiras y revelar la verdad; el aparato crítico es como una máquina de la verdad, un polígrafo, y un soporte moral y estético para resistirla. Una mirada crítica a un pasado lleno de brumas, lagunas, y abismos de dolor y sufrimiento, no puede constituir una provocación, y de hacerlo, sería la espuma de las olas. De hacerlo, aquellos que se sintieran agredidos, serían los individuos perfectos para el silencio y la vergüenza; pretenderían derribar aquello que les abruma por su brillo, su luz... que les supera, les derrite, aquello que no alcanzan por su pequeña estatura y su insignificante talla. Algunos no soportan la memoria. Nacionalistas catalanes instrumentalizan la supuesta, falsa, ofensa para lavar la cara a su "delirio" político y seguir con su infeliz manipulación, mientras que la derecha conservadora mesetaria impone su mezquino y enfático relativismo histórico: "las heridas abiertas", "los dos bandos", "guerra entre hermanos". No hubo tal cosa; y por ello la necesidad de la exposición. Las heridas nunca se cerraron, sólo había un bando político, el otro era de asesinos y curas con moscas en la cabeza, no eran hermanos, eran hombres contra fascistas.

Ciertamente toda iniciativa institucional debe estar sujeta a la sospecha de antemano (y a la crítica a posteriori), y de ahí mis bajas expectativas respecto a una mirada que anticipo insuficiente, incompleta, frágil, pues la mirada adolescente de nuestros gobiernos regionales, no aglutina, no asume, todos los tentáculos de un régimen despótico que funcionó durante cuarenta años prácticamente sin ninguna oposición (ya que ahora todos dicen que fueron antifranquistas; la famosa y ofensiva "oposición silenciosa"), arrasando con todo, incluso con los espacios más pequeños y ridículos. Testimonios como los de Max Aub, o Zambrano, demuestran que la oposición fue débil, tramposa, tímida. Hasta en los erróneamente llamados "veinticinco años de paz" los procesos de asimilación del hombre medio (en realidad de todos; fue devastador para los exiliados que hasta el último día de sus vidas y la del régimen, resistieron, soportaron y se opusieron; sin ni siquiera reconocimiento de sus "amigos"...) al nuevo paradigma del hombre económico y la nueva sociedad de masas del desarrollo, el crecimiento, el bienestar y el progreso, fueron totales y sin resquicios; y por lo tanto fueron asimilados, conformistas ellos, al régimen (franquista) todos sus antagonistas, ahora reescritos al soporte ideológico e institucional (militar y religioso) de ese estofado. Pero dejando de lado el contenido, los altercados atendían a las formas (la forma es el límite de todo contenido, quizá indisociables) de la exposición, y en concreto a las estatuas y símbolos que representaban el franquismo. Lo que revela verdaderamente la estatua acertadamente decapitada de Franco, no es su gloria, sino su miseria, no es su poder, sino el erial de desolación y gritos de dolor que dejó tras su terrible paso. Sobre la exposición a la luz pública de los templos del mal, y su condición paradójica, no podemos dejar pasar un pasaje de La Gallina Ciega de Max Aub, que reflexiona sobre estos obstáculos de la memoria, sobre la relación entre arte y verdad moral:

<< Salimos a las once con la Chata y su marido, camino del Escorial. Esa cosa terrible: no poder desprenderme, en ningún momento, del recuerdo inmediato de las memorias de Azaña. De ese repetir, de ese repiqueteo constante de sus viajes, un día y otro también, al Escorial. Ver en la luz las luces de papel repetidas y vueltas a repetir, siempre distintas y siempre exactas de este libro angustioso.
Nada ha cambiado, ni siquiera los árboles han crecido ni, como es natural, han menguado las piedras ni el musgo ha carcomido más el granito. Idénticas lejanías, iguales colores.
La parte turística del Escorial ha variado: hoteles más lujosos, paradores, restaurantes multicolores, los viejos lugares y otros nuevos, a granel. La silla de Felipe II sigue siendo la silla de Felipe II. Pero el San Mauricio se ve mejor. Lo demás ha cambiado poco. Se sigue comiendo espléndidamente. No hay problemas para los coches, existen más tiendas, se han multiplicado los turistas pero, en general, no hay novedad. El Escorial sigue siendo ese enorme cuartel, ese prodigioso estado mayor desde el que se regía el mundo y el otro, y el de más allá. No hablo de América. 
Grandes aspavientos cuando digo que quiero ir a ver el Valle de los Caídos.
- No quiero ir en homenaje de para quién se levantó sino en el de los que lo levantaron. De los miles de prisioneros de guerra, de los miles y miles de republicanos españoles, de los soldados del ejército republicano que erigieron aquello, trabajadores forzados... Lo menos que puedo hacer es plantarme frente a ello.
Parecen comprender y para allá vamos. El tiempo se ha puesto húmedo, fresco, frío. Corren las nubes por las laderas de los montes y sólo vemos el monumento a medias.
- ¿O es que creéis que los que construyeron el Escorial -los obreros, los picadores- eran muy distintos, fueron muy distintos que los que estuvieron cavando eso que decís horror del Valle de los Caídos? Y, sin embargo, vais orgullosos al Escorial y no queréis pisar el otro monumento. 
Protestan, explicando. Me quieren hacer ver diferencias cegadoras. Pero paramos frente al Valle de los Caídos; bajo un momento; me cuadro frente a él sin recordar a nadie en particular, sino a esa masa anónima -y gregaria, como se dice- que aquí tuvo que estar pica que te pica, horadando y levantando esta monstruosidad. Pero ya está hecha. No entro, no quiero saber. 
Lo que importa del Escorial, visto desde arriba, es la llanura sobre la que se levanta, ese mar oscuro, de día de tormenta eterna. Aquí, ¿dónde está el valle? Sólo quedan caídos. ¿Qué valle? ¿Qué caídos? Los que cayeron haciéndolo. Monte y cenizas. Nadie sostendrá, al fin y al cabo, que Franco sea Carlos V y Juan Carlos, Felipe II. Por lo menos, a sus pies, se abría Castilla, mar. 
Escorial, cuartel y cuarteles, guerras sin él. Buen pueblo, aplastado hoy entre dos errores: los Austrias y los "nacionales": El Escorial y el Valle de los Caídos. 
No, no me gusta El Escorial. Parrilla, helado granito: gran hito de la historia de España cuando España era el mundo. Al fin y al cabo, tumba, monumento fúnebre. Eso quisieron aquellos alemanes y así les salió: germánico a más no poder, cuadrado, pesado. Tanto que España nunca lo pudo tragar. Tiene -le pasa y no le pasa- El Escorial en el estómago. Este estilo frío, recto, indigesto, a plomada, con los techos de plomo, cuadrado para cabezas cuadradas y rubias...
¡Cómo había de gustarle a Felipe II el San Mauricio! Ni la Adoración del nombre de Jesús. Todos esos disparatados cuadros del Greco- colmo del barroco, eso sí-, ¿cómo habían e gustarle a ese adorador de la limpieza, a ese burócrata que seguramente no toleraría un papel sobre su mesa ni un grano de polvo en ninguno de los muebles de sus cuartos innumerables, sus cuartos a espadas...! Arquitectura burocrática llamaría yo a esta del Escorial. Le hubiese encantado a Stalin. ¿Tantas celdas y tan hermosos lugares para ser enterrado reverenciado, panteón de panteones! En esto tengo que reconocer que le gana a la Plaza Roja.
¡Pálido, prodigioso Escorial, gris y verde! >>






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