sábado, 17 de septiembre de 2016
Un templo inacabado
El otro día reflexionaba, como a chispazos, sobre la rapidez de los productos de nuestro presente, más efímeros y frágiles que nunca, y la velocidad, también la caducidad, que el concentrado de nuestra época imprimía en las cosas. La librería era esa pecera temporal, la mía, donde podía verse con nitidez y claridad ese movimiento fugaz y circular. Los libros entran y salen con un dinamismo y un anonimato frenético, con casi, total indiferencia; con la única finalidad de seguir alimentando el proceso de consumo, la cadena comercial, las tripas de la bestia. Ese presente acelerado que lo engulle todo, aglutina el futuro, lo atemporal, lo no acontecido, en lo inmediato; mientras el pasado permanece cerrado, críptico, amontonado como indescifrables objetos de museo. Pero eso sí, en un presente voraz, hambriento, que no hace más que acumular tiempo, tiempos ininteligibles. El presente ha prendido con la velocidad del futuro, y quizá se consuma hasta desvanecerse sin dejar huella alguna, sin rastro. Condenando los tiempos presentes a ser tan vacuos y estériles como el humo y las brumas del futuro. Nuestra relación con el tiempo es de acumulación. Unos mórbidos y exuberantes almacenes donde permanece un pasado que no sabemos muy bien cómo transmitir, ni cómo heredarlo, ni cómo recibirlo; un pasado con el que no sabemos relacionarnos. Definir las causas de este fenómeno, siquiera señalarlas, me supera. Pero sus efectos son múltiples y antiguos: que nos resulte más comprensible el futuro, lo que no existe, lo que aún no ha sucedido y permanece sometido a la caprichosa contingencia y a la incertidumbre, que un tiempo pasado ya acontecido, permanente y duradero, que sólo necesita una mirada atenta bajo la luz de la razón para descifrarse. En definitiva, nos resulta más próxima la atemporalidad, íntimamente vinculada al sueño dorado de la eternidad, que la temporalidad, algo limitado que nos recuerda la mortalidad y su condición ética, porque nos conduce, a la muerte. El futuro forma parte inexorable de un presente enfático e imperativo, es un momento más de esta actualidad omnipresente. Toda acción del hoy se subordina al mañana, su sentido se aplaza y se hipoteca al porvenir, al modo de la providencia; y el pasado nos es ajeno, permanece fuera de esa esfera de sentido, de comprensión, deriva en arena de olvido: el desolado y ácido cementerio de la memoria. Pensé que esta idea había florecido en mi cabeza como una rosa propia, pero no, ingenuo y torpe, el germen estaba en algo que leí de G.K. Chesterton, Lo que está mal en el mundo, concretamente, en el capítulo El miedo al pasado:
<< Las últimas décadas han estado marcadas por la afición particular a convertir el futuro en algo romántico. Parece que nos hemos propuesto no entender lo que ha ocurrido y nos disponemos, con una especie de alivio, a declarar lo que va a pasar, lo cual es (aparentemente) mucho más fácil. El hombre moderno no tiene presentes los recuerdos de su bisabuelo, sino que se dedica a escribir una detallada y documentada biografía de su biznieto. En lugar de temblar ante los espectros de la muerte, nos estremecemos abyectamente bajo la sombra del bebé nonato [...] El movimiento no carece de elementos encantadores; hay algo ingenioso, aunque excéntrico, en la visión de tanta gente que vuelve a librar luchas que aún no han tenido lugar; de gente que brilla con el recuerdo de mañana por la mañana.>>
No sólo el hecho de que el pasado nos sea más enigmático e incomprensible que el futuro (el hermetismo del pasado) es el único problema. Sino lo que presupone su acumulación: la idea de un tiempo concluido, una lucha superada que no necesita descifrarse, un fuego epocal apagado. La claudicación de lo viejo, la imposibilidad de repetición de un tiempo cerrado, terminado, que se ha abolido, no obedece a la inflexible ley de la historia según la cual toda revolución es una restauración. Una ley temporal de la que hay que liberarse sólo a partir de la conciencia de un tiempo pasado abierto, inconcluso, aún por hacer, en proyecto, un pasado como obra en construcción. Esa malevolente caducidad de lo antiguo, su inutilidad para el presente, ese carácter residual que lo aleja de la actualidad, produce un efecto inverso al esperado: la creación de utopías regresivas y ucrónicas, basadas en un futuro que evidentemente no ha tenido lugar y se adelanta como claro y distinto, y en un pasado absoluto y concluido, que no obedece a su verdadera naturaleza, según Chesterton, la de ser un templo inacabado. Unas ruinas de una vieja y bella ciudad que espera ser reconstruida, recuperada, y en cierto modo reencontrada de otro manera. Pues los grandes ideales del pasado fracasaron no porque se haya sobrevivido a ellos (lo que puede querer decir que se han vivido demasiado), sino por no haber sido suficientemente vividos; el hombre claudicó demasiado pronto. Los dos grandes ejemplos para Chesterton son la ortodoxia católica y el crecimiento moderno cuyas raíces son la Revolución francesa (que medio fracasó y medio triunfó). Dice Chesterton: " [...] el mundo está lleno de esas ideas frustradas, de estos templos incompletos. La historia no consiste en ruinas totales y derrumbadas; más bien consiste en villas a medio construir abandonadas por un constructor en quiebra. Este mundo se parece más a un barrio inacabado que a un cementerio inacabado". Los ideales no cumplidos y abandonados, son vistos por una generación inquieta y morbosa, la nuestra, la de mi pecera, como espléndidos resultados melancólicos del fracaso, destinados al basurero de la historia, y no como un pasado desafiante y esperanzador que anhela, como una tierra fértil, que le planten los frutales.
El culto al futuro no es sólo una debilidad, sino una cobardía de la época, que influye en nuestra acción y proyectos de comunidad política; nos dice: "La mente moderna se ve forzada a ir hacia el futuro por cierta sensación de fatiga, no exenta de terror, con la que contempla el pasado. [...] Y el acicate que nos impulsa hacia delante tan alegremente no es una preocupación por el futuro. El futuro no existe, porque aún es futuro. Es más bien un miedo al pasado; un miedo no sólo al mal del pasado, sino también del bien del pasado. Ha habido demasiados hechos ardientes que no podemos abarcar, demasiados duros heroísmos que no podemos imitar; demasiados grandes esfuerzos de construcción monumental o de gloria militar que nos parecen al tiempo sublimes y patéticos. El futuro es un refugio de la fiera competición de nuestros antepasados." Según la temporalidad de nuestra época, el "presentismo" voraz, tan viejo como Chesterton, aunque hoy más radicalizado, puede hacerse el futuro tan estrecho como uno mismo, reducido a su inmediatez, empequeñeciendo al hombre, encerrado en su presente aislado e hinchado. Miran hacia delante inconscientes e ignorantes, porque les da miedo mirar hacia atrás con entusiasmo; entendiendo el pasado como algo en construcción y no como una etapa superada y abolida, cuyo fatalismo es la repetición de un fracaso. Quizá lo peor de todo esto sea haber convertido el futuro y el pasado en una misma ficción del presente.
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