Dicen mis amigos, más bien conocidos, que salgo poco de casa. Yo creo que salgo demasiado. No cuentan las noches de copas, de cine, en la intimidad, mis paseos solitarios por el pequeño monte que abraza mi barrio, no cuentan la invasión de las librerías de viejo, en verano, casi cada tarde. No cuentan casi nada que no sea vida social, vida administrada, una vida de papeleo y prestigio. Esas librerías que saqueo, que nutro, que me acogen durante tardes enteras, bañadas en polvo y páginas viejas apolilladas, títulos borrados, olvidados, y la frustración de lo que nunca se podrá abarcar, el reflejo cruel de lo que nunca seré, no cuentan, parece. Su experiencia, realmente, son las que llenan una vida. Además son un desastre, no sólo yo. Muchas, no saben lo que tienen. Otras son modernas, grandes, y con tentáculos de poder, producto de la industria cultural. Son locales de vendedores y no de libreros, donde se almacenan libros en condiciones higiénicas, se amontonan cosas limpias, bonitas, y nuevas, productos de mercado, de lo inmediato destinado a abolirse, de la actualidad no ironizada, del Dios del comercio, dios del tiempo, de lo crudo y vasto, efímero y pasajero, pero que hoy, abarcan todo nuestro presente de forma absoluta. Reciben paquetes, los abren, los venden o no, pero, si venden, no reponen. Llegan más paquetes: la cuestión es el movimiento, poner libros en feria, expuestos como besugos, lo mismo da uno que otro. A menos que intervenga la televisión... "Así podemos vender los buenos". ¡Qué hipocresía, qué miseria, qué pobreza! Pero todos lo asumimos como normal, como la única forma de narrar lo real. Es lógico, hay que vender, tienen que ganarse la vida. Pobrecitos...
Una mañana entera paseando por Barcelona. Por la tarde, huyo. El banco. Grotesco, frío, deshumanizado. No necesito nada de lo que me ofrecen, según ellos, "oportunidades", "ventajas"; yo venía para otra cosa. Empapelan el aire con dinero y las cabezas con falsas esperanzas doradas. Todo esta lleno de viejos, viejas, con sus precarias cartillas unos, con su hambrienta avaricia otros. Todo crece proporcionalmente a su decrepitud. Siempre me ha sorprendido, estupor, lo conozco bien, cómo los que están al borde de la muerte, en el límite de la alegría, en plena decadencia física, su única preocupación oscile entre el dinero y el sexo. Colgados aún del sexo, ahí, en esa zona oscura y melancólica, sólo viven de fluidos. Lo del dinero es más comprensible, es su única forma de relación humana, su única forma de comprender y ser queridos, su modo de ver, unificar, el mundo, es la medida de todas las cosas, y el sentido de su existencia. Muchos vienen del franquismo, donde sustituyeron la moral y la memoria por piscinas, por cargos, dinero; no digamos ya a partir de la Transición y la institucionalización, la instauración del sistema de partidos, una bicoca. Pero no son sólo ellos, la fiebre infecta a todos los que veo en ese gélido espacio de profesionales de la mentira, de vendedores de humo. La memoria, nada. La desmemoria, toda. ¡Cómo no! tienen poco tiempo y lo emplean en sobrevivir o en enriquecerse, no hay término medio.
Los grandes Paseos. El de San Juan. Todo parece normal. Hombres, mujeres, terrenales, de terraza y bicicleta, van a trabajar, otros simplemente pasean. Muchos jóvenes yendo a sus escuelas, dónde sólo pocos, los sensibles, aprenderán alguna cosa. Yo no tuve esa suerte. Me las apañé con una amiga, y muchos libros, tardíos, lentos, inacabados, pesados. El sol brilla con furia y empapa con suavidad, pintando las hojas verdes de los árboles que envuelven el paseo. La luz cuaja en su tronco, creando pequeños cráteres de corteza por donde respiran, supongo; también baña mi rostro, y el de muchos, con la triste ilusión de una felicidad futura. En ese paseo, el sol, siempre promete demasiado, se excede. Acostumbrado a alumbrar familias, que no acepta que sean irreconciliables, ha adquirido una función infantil de promesa, de esperanza, que pronto se convierten en ilusiones perdidas. Y ese paseo es, vía viva de ida, y, vía muerta de vuelta, por ahí pasa todo, teñido por ese sol, esa luz esperanzada. Otro paseo. De Gracia, en su doble sentidos. Ahí sí que veo de todo, y la gente que antes me parecía sujeta a la tierra, ahora se desprende; construyen sus blancas y esponjosas alas de sueños como los angelitos, y ascienden a cielos incomprensibles para mí. Veo de todo. Especialmente: pobreza, muy íntima, riqueza, muy pública; indiferencia, frivolidad, mucha ductilidad; servilismo, docilidad, y algo paradójico, muchísimo ruido enlatado, ensordecedor, y a su vez, un silencio mortuorio, casi no se puede hablar, todo esta dicho, repetido, copiado, en un presentismo, en un presente que lo engulle todo o subordinado a un futuro absoluto, seguro, definido, tan cerrado y acumulado como el pasado hermético e infranqueable. Es extraño, nuestro pasado es más hermético y enigmático que nuestro futuro, más opaco y desconocido, blindado. Incomprensible.
Atravieso el centro. Tumulto indecible. Argamasa. Demasiadas síntesis dialécticas se agolpan en la cabeza. La mía, de un espacio limitado. No lo asumo, no lo digiero, pero en el fondo disfruto del ambiente. Hay un cierto gusto en el displacer estético, sobre todo urbano; a mi, me pasa siempre. La decadencia sólida, firme, gris, de Belgrado, Lisboa, me encantó, aún vivo de su recuerdo. Llego al mar, a la playa, perfectamente introducida en la ciudad. Delante de ella, me siento como un chiquillo con una rodaja de melón en un día caluroso. El horizonte, la línea que rompe y separa los colores del cielo y el mar, ordena mis ideas, las tranquiliza y relaja. Se parece a la línea del tiempo, así me la imagino. Tengo la ciudad a mis espaldas, y en el momento, no pesa. Luego, demasiado, suspiro, y huyo.
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