El
verano es la estación perfecta para la fabulación, en la terraza somnolienta ves pasar la vida lenta y remolona,
con amigos o a solas soñando en las esquinas húmedas, explotando nuestra alegría y sexualidad en cada
descanso del sol, en la playa, tumbados silenciosos en la hamaca, con la arena ardiendo
bajo nuestros pies y el mar susurrando calma y felicidad, anhelando su
condimento humano, lo que le da sabor, esos cuerpos desnudos, idealizadamente
jóvenes, mientras el viento transporta voces perdidas preñadas de significados
cuyo único fin es decantarse, anónimos, en la orilla, en un límite entre una vida finita, terrenal, y la eternidad ficcional del océano. Este escenario es perfecto para
descansar la mente de aquellos que viven en una fábula –subvencionada- política
sin conflicto, donde la vinculación con la realidad sean los deseos y las
creencias y no la racionalidad. Existe un viejo mantra, entre esas mentes
ansiosas de fábula donde cabe todo, que se identifica con el machismo, o la misoginia
(¿?), por parte de las lenguas más desvergonzadas y que reza que si un hombre
pide a una mujer una comprensión de su propia condición y sus instrumentos y
herramientas intelectuales para comprender la realidad, su realidad sexual y,
aleación, también la de los hombres, es un ser infectado por los odios más
atávicos que conducen a la opresión y reclusión primitiva de la mujer, y a su
lógica destrucción. Un tiempo anterior a la cultura donde no existía el arte de
amar como tal, aunque no puedan borrar el poso químico del amor, rastro
biológico infatigable, y el fluido de sus esfuerzos. Esa incesante acusación,
aterradora para algunos hombres que lo viven con angustia y cierta
incomprensión cuando se disponen a jugar con su sexo y el de otros(as), y no
con la criminalidad, en público y en privado, en festejos y en su hogar, me
parece de los sintagmas políticos más reveladores de nuestra charca mediática
local.
Todo grito sexual viene acompañado de
gesticulaciones, aspavientos y convulsiones corporales, reivindicaciones
sindicales, y un tumulto heterogéneo de mentiras y humanidad desordenada,
adherido a la piel de un tiempo hiperbólico de la información; una inflamación
crónica y mortal en las democracias liberales modernas. Su inscripción local
aún favorece más este análisis y lo hace identificable en un mismo espacio y
tiempo, sin distancias que relativicen su efecto y comprensión, ni mediaciones
que rebajen la intensidad del fenómeno y la de sus responsables. San Fermín,
localización exacta del desajuste sexual de este verano, ¡y tantos otros!, ha
sido tratado por los medios como un festejo cuya narración simboliza únicamente
la vida; anulando su antagonismo necesario para dotarlo de un sentido completo:
la muerte. Esta, que la proporciona el animal, el toro bravo arrasando con lo
humano y su civilización, una competición feroz entre la vida y la muerte
encarnada en la carrera por la salvación entre el animal y el hombre, es una
mera contabilidad mediática de cadáveres que sirven de alimento suculento al
sujeto histórico del telediario de las nueve; o un recurso, acertado, que
demuestra la incapacidad de la sensibilidad moral y la delicadeza estética para
abrirse paso en un país de sol y moscas y filtrarse en el tejido neuronal,
hermético y blindado, del español profundo, tradicional, rural. La fiesta,
reducida únicamente a su esplendor juvenil y su frívola victoria, conjuga la
tradición de la vida y la muerte en lucha y celebración, la comida y la bebida, y sobre todo, el candente y tierno sexo que
tanto irrita a la fétida charca. Drogas, alcohol y chorros de sangre de toro y
de hombre, son el escenario del desenvolvimiento sexual de los jóvenes que
acuden a la fiesta para excederse y contenerse en nada. Un espacio poco
dado a las sutilezas de la igualdad y
hostil a la libertad sexual de los miembros más débiles: las mujeres; que exige
un esfuerzo de comprensión algo resignado y elevado.
Los medios han optado, injustamente o no, por
la inequívoca y unilateral perspectiva heterosexual para tratar el problema.
Bien está. Es justamente el punto donde se concentra toda la hipocresía y
demagogia de nuestra maquinaría de la corrección política, la nueva religión
secular de la sociedad, de las instituciones, el nuevo virus del lenguaje que
infecta nuestras redes neuronales y restablece sus conexiones imposibilitando
cualquier tipo de pensamiento crítico. Los mismos periódicos que no decían nada
de los excesos del gran naturalismo del orgullo homosexual, sus exhibiciones
eróticas, sus cruces de sentido mercantil y frivolidad comercial, y sus
inevitables abusos de cuerpos ajenos, aceptados tal vez, pero silenciados,
tocan las trompetas del apocalipsis con el abuso al cuerpo de la mujer, su
colonización en la época ficticia de su emancipación. Decía el augusto y casto
periódico de la burguesía catalana La
Vanguardia: <<Pamplona no logra evitar nuevas imágenes de desenfreno
en Sanfermines>> y ampliaba Arcadi en su glosa de la noticia en una de
sus Kartas del domingo con otro
fragmento del casto periódico: << durante el jolgorio del inicio de las
fiestas, con el tradicional chupinazo, se repitieron ayer algunos de los
excesos vistos años anteriores, con chicas que mostraban sus pechos y que eran
objeto de tocamientos>>. Este discurso en televisión cobraba la vida de
un muerto que resucitaba para devorar las injusticias de la humanidad
degradada; masculina en este caso. Distintas feministas administradas han
cocido las palabras hasta su palidez más absoluta, hasta desposeerlas de todo
su poder vitamínico y la fuerza del colorido antes de su desnaturalización;
“persecución de la mujer”, decían las cosidas al sistema. Pretenden que la
aceptación del exceso de alcohol, drogas, y excitación animal, no conduzca a
abusos; se puede transgredir sin abusar, sin romper los límites del molde
social, tan frágil como duradero, ¡qué absurdo todo!, ¡pretenden unas
alcantarillas limpias e higiénicas! La elección está en alcantarillas sí o
alcantarillas no, pero unos nidos de ratas sin basura para alimentarlas es algo
incomprensible e irracional. Esos abusos no solo contemplan la punible invasión
del cuerpo, no se centraban en los códigos sutiles del tacto y sus frecuentes
equívocos, como el pensar que se pueden tocar los sólidos y turgentes pechos
juveniles de las muchachas que gozan, a hombros de un macho cabrío, con la
camiseta bañada en alcohol y pegada a su rosada piel, de la contemplación y admiración
del tumulto hormonal; no. No sólo contemplan eso, sino las miradas, los
intangibles deseos y su lógico e inevitable desbordamiento. “No a que me toques
el culo”, “No a que me desnudes con la mirada”, “Sí a mi belleza sin
estereotipos” rezaban las paredes y las voces de las navarras afligidas que
recoge Arcadi en un plácido artículo de domingo, bañando la madalena.
Patológica cursilería de curas: “evita los malos pensamientos”, “no te toques”.
La finalidad es clara y pertenece al orden discursivo de barricada: eliminar el
conflicto, eliminando al enemigo, eliminando su metáfora, su única existencia:
la ficción. Sin el deseo masculino, pero eso sí, manteniendo sus contextos
excesivos, no hay abuso, aunque tampoco diversión.
La
eliminación del conflicto en la vida y en la política es un asunto complejo,
que afecta a ideologías o cosmovisiones muy ingenuas e infantiles que ven
blancura en un mundo de manchas oscuras, profundísimas y corrosivas. La
candidez de la superación de los conflictos, solo es comparable a la ignorancia
que supone que la libertad sexual no debe admitir todas sus modalidades,
incluso las más grotescas y arriesgadas: que haya muchachas que gozan con el
riesgo y la excitación de levantarse la camiseta ofreciendo sus tetas al cielo
y a la manada de primates que mientras gozan lo indecible, palmean inútiles y
babeantes bajo el sol, esperando la gracia. El mismo coqueteo en condiciones
normales puede resultar violento, algo intimidante, que en la vida de una mujer
siempre hay que tener en cuenta cuando se sabe, o debería ser consciente de
ello, objeto de deseo de un ser más peligroso y más fuerte por lo general que
ella, y que en condiciones abiertas, sin límite racional, resultan aún más
predecibles y peligrosos. Nada justifica evidentemente una violación sanfermina, y ni siquiera un abuso taurino; pero
lo que aquí se trata es el derribamiento de cierto discurso ingenuo y falaz de criminalización del abuso, del conflicto,
como una patología política y social; una excepcionalidad contagiosa y
cancerígena de la normalidad naif; cuando en realidad constituye un error
azaroso de la vida: la base fundamental, aunque nos parezca desgraciada, de las
diferencias, en este caso, sexuales, sean culturales o naturales. Los supuestos
y probables hombres que deslizaron su mano festiva, fétida pero no criminal,
sobre cuerpos inocentes y apetecibles, no pueden ser tratados como violadores
en potencia, sino como cabezas de ganado desbocadas cuyos límites han sido
difuminados por su inconsciencia, el placer y el ofrecimiento gratuito de la
concupiscencia carnal. Existe el mito de la emancipación; hay que liberarse de
ello como de una losa; solo el ejercicio de la libertad negativa en sistemas de
determinaciones sociales y represiones económicas limitadas puede contemplarse
como una opción real. El discurso feminista sólo tendría sentido si en vez de
relatar una ficción de un mundo sin diferencias sexuales, conflicto, abusos, y
absoluta protección corporal, se dispusieran, en un acto de literatura
realista, a describir la realidad tal como es, a fin de proveer de los
instrumentos morales y las herramientas intelectuales a las más jóvenes, para
comprender el mundo en el que se mueven con soltura e inocencia, y soportar la
realidad sexual compleja en la que habitan con placeres y riesgos, goces y
peligros; aceptando que la coquetería y el flirteo no es asumido por todos los
hombres como un fin en sí mismo, sino como un medio para la realización sexual,
chusca y dolorosa. Hombres que por lo general, si son capaces de moverse con
soltura y satisfacción en esos ambientes desbordados, llegan a edades de
abandono y melancolía con la voluntad y la mente aún colgadas del sexo,
perdidas irremediablemente. Esos hombres no son todos, evidentemente, pero sí
todos los primates de las plazas, de las fiestas hormonales, de la sangre y el
sexo; los hombres que muchas mujeres desean y que en el ejercicio de su
libertad pueden elegir y deben soportar.
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