martes, 9 de agosto de 2016

Tomar la fiesta en tetas, y a hombros del toro


El verano es la estación perfecta para la fabulación, en la terraza somnolienta ves pasar la vida lenta y remolona, con amigos o a solas soñando en las esquinas húmedas, explotando nuestra alegría y sexualidad en cada descanso del sol, en la playa, tumbados silenciosos en la hamaca, con la arena ardiendo bajo nuestros pies y el mar susurrando calma y felicidad, anhelando su condimento humano, lo que le da sabor, esos cuerpos desnudos, idealizadamente jóvenes, mientras el viento transporta voces perdidas preñadas de significados cuyo único fin es decantarse, anónimos, en la orilla, en un límite entre una vida finita, terrenal, y la eternidad ficcional del océano. Este escenario es perfecto para descansar la mente de aquellos que viven en una fábula –subvencionada- política sin conflicto, donde la vinculación con la realidad sean los deseos y las creencias y no la racionalidad. Existe un viejo mantra, entre esas mentes ansiosas de fábula donde cabe todo, que se identifica con el machismo, o la misoginia (¿?), por parte de las lenguas más desvergonzadas y que reza que si un hombre pide a una mujer una comprensión de su propia condición y sus instrumentos y herramientas intelectuales para comprender la realidad, su realidad sexual y, aleación, también la de los hombres, es un ser infectado por los odios más atávicos que conducen a la opresión y reclusión primitiva de la mujer, y a su lógica destrucción. Un tiempo anterior a la cultura donde no existía el arte de amar como tal, aunque no puedan borrar el poso químico del amor, rastro biológico infatigable, y el fluido de sus esfuerzos. Esa incesante acusación, aterradora para algunos hombres que lo viven con angustia y cierta incomprensión cuando se disponen a jugar con su sexo y el de otros(as), y no con la criminalidad, en público y en privado, en festejos y en su hogar, me parece de los sintagmas políticos más reveladores de nuestra charca mediática local.

 Todo grito sexual viene acompañado de gesticulaciones, aspavientos y convulsiones corporales, reivindicaciones sindicales, y un tumulto heterogéneo de mentiras y humanidad desordenada, adherido a la piel de un tiempo hiperbólico de la información; una inflamación crónica y mortal en las democracias liberales modernas. Su inscripción local aún favorece más este análisis y lo hace identificable en un mismo espacio y tiempo, sin distancias que relativicen su efecto y comprensión, ni mediaciones que rebajen la intensidad del fenómeno y la de sus responsables. San Fermín, localización exacta del desajuste sexual de este verano, ¡y tantos otros!, ha sido tratado por los medios como un festejo cuya narración simboliza únicamente la vida; anulando su antagonismo necesario para dotarlo de un sentido completo: la muerte. Esta, que la proporciona el animal, el toro bravo arrasando con lo humano y su civilización, una competición feroz entre la vida y la muerte encarnada en la carrera por la salvación entre el animal y el hombre, es una mera contabilidad mediática de cadáveres que sirven de alimento suculento al sujeto histórico del telediario de las nueve; o un recurso, acertado, que demuestra la incapacidad de la sensibilidad moral y la delicadeza estética para abrirse paso en un país de sol y moscas y filtrarse en el tejido neuronal, hermético y blindado, del español profundo, tradicional, rural. La fiesta, reducida únicamente a su esplendor juvenil y su frívola victoria, conjuga la tradición de la vida y la muerte en lucha y celebración, la comida y la bebida, y sobre todo, el candente y tierno sexo que tanto irrita a la fétida charca. Drogas, alcohol y chorros de sangre de toro y de hombre, son el escenario del desenvolvimiento sexual de los jóvenes que acuden a la fiesta para excederse y contenerse en nada. Un espacio poco dado  a las sutilezas de la igualdad y hostil a la libertad sexual de los miembros más débiles: las mujeres; que exige un esfuerzo de comprensión algo resignado y elevado.

 Los medios han optado, injustamente o no, por la inequívoca y unilateral perspectiva heterosexual para tratar el problema. Bien está. Es justamente el punto donde se concentra toda la hipocresía y demagogia de nuestra maquinaría de la corrección política, la nueva religión secular de la sociedad, de las instituciones, el nuevo virus del lenguaje que infecta nuestras redes neuronales y restablece sus conexiones imposibilitando cualquier tipo de pensamiento crítico. Los mismos periódicos que no decían nada de los excesos del gran naturalismo del orgullo homosexual, sus exhibiciones eróticas, sus cruces de sentido mercantil y frivolidad comercial, y sus inevitables abusos de cuerpos ajenos, aceptados tal vez, pero silenciados, tocan las trompetas del apocalipsis con el abuso al cuerpo de la mujer, su colonización en la época ficticia de su emancipación. Decía el augusto y casto periódico de la burguesía catalana La Vanguardia: <<Pamplona no logra evitar nuevas imágenes de desenfreno en Sanfermines>> y ampliaba Arcadi en su glosa de la noticia en una de sus Kartas del domingo con otro fragmento del casto periódico: << durante el jolgorio del inicio de las fiestas, con el tradicional chupinazo, se repitieron ayer algunos de los excesos vistos años anteriores, con chicas que mostraban sus pechos y que eran objeto de tocamientos>>. Este discurso en televisión cobraba la vida de un muerto que resucitaba para devorar las injusticias de la humanidad degradada; masculina en este caso. Distintas feministas administradas han cocido las palabras hasta su palidez más absoluta, hasta desposeerlas de todo su poder vitamínico y la fuerza del colorido antes de su desnaturalización; “persecución de la mujer”, decían las cosidas al sistema. Pretenden que la aceptación del exceso de alcohol, drogas, y excitación animal, no conduzca a abusos; se puede transgredir sin abusar, sin romper los límites del molde social, tan frágil como duradero, ¡qué absurdo todo!, ¡pretenden unas alcantarillas limpias e higiénicas! La elección está en alcantarillas sí o alcantarillas no, pero unos nidos de ratas sin basura para alimentarlas es algo incomprensible e irracional. Esos abusos no solo contemplan la punible invasión del cuerpo, no se centraban en los códigos sutiles del tacto y sus frecuentes equívocos, como el pensar que se pueden tocar los sólidos y turgentes pechos juveniles de las muchachas que gozan, a hombros de un macho cabrío, con la camiseta bañada en alcohol y pegada a su rosada piel, de la contemplación y admiración del tumulto hormonal; no. No sólo contemplan eso, sino las miradas, los intangibles deseos y su lógico e inevitable desbordamiento. “No a que me toques el culo”, “No a que me desnudes con la mirada”, “Sí a mi belleza sin estereotipos” rezaban las paredes y las voces de las navarras afligidas que recoge Arcadi en un plácido artículo de domingo, bañando la madalena. Patológica cursilería de curas: “evita los malos pensamientos”, “no te toques”. La finalidad es clara y pertenece al orden discursivo de barricada: eliminar el conflicto, eliminando al enemigo, eliminando su metáfora, su única existencia: la ficción. Sin el deseo masculino, pero eso sí, manteniendo sus contextos excesivos, no hay abuso, aunque tampoco diversión.


La eliminación del conflicto en la vida y en la política es un asunto complejo, que afecta a ideologías o cosmovisiones muy ingenuas e infantiles que ven blancura en un mundo de manchas oscuras, profundísimas y corrosivas. La candidez de la superación de los conflictos, solo es comparable a la ignorancia que supone que la libertad sexual no debe admitir todas sus modalidades, incluso las más grotescas y arriesgadas: que haya muchachas que gozan con el riesgo y la excitación de levantarse la camiseta ofreciendo sus tetas al cielo y a la manada de primates que mientras gozan lo indecible, palmean inútiles y babeantes bajo el sol, esperando la gracia. El mismo coqueteo en condiciones normales puede resultar violento, algo intimidante, que en la vida de una mujer siempre hay que tener en cuenta cuando se sabe, o debería ser consciente de ello, objeto de deseo de un ser más peligroso y más fuerte por lo general que ella, y que en condiciones abiertas, sin límite racional, resultan aún más predecibles y peligrosos. Nada justifica evidentemente una violación sanfermina, y ni siquiera un abuso taurino; pero lo que aquí se trata es el derribamiento de cierto discurso ingenuo y falaz de criminalización del abuso, del conflicto, como una patología política y social; una excepcionalidad contagiosa y cancerígena de la normalidad naif; cuando en realidad constituye un error azaroso de la vida: la base fundamental, aunque nos parezca desgraciada, de las diferencias, en este caso, sexuales, sean culturales o naturales. Los supuestos y probables hombres que deslizaron su mano festiva, fétida pero no criminal, sobre cuerpos inocentes y apetecibles, no pueden ser tratados como violadores en potencia, sino como cabezas de ganado desbocadas cuyos límites han sido difuminados por su inconsciencia, el placer y el ofrecimiento gratuito de la concupiscencia carnal. Existe el mito de la emancipación; hay que liberarse de ello como de una losa; solo el ejercicio de la libertad negativa en sistemas de determinaciones sociales y represiones económicas limitadas puede contemplarse como una opción real. El discurso feminista sólo tendría sentido si en vez de relatar una ficción de un mundo sin diferencias sexuales, conflicto, abusos, y absoluta protección corporal, se dispusieran, en un acto de literatura realista, a describir la realidad tal como es, a fin de proveer de los instrumentos morales y las herramientas intelectuales a las más jóvenes, para comprender el mundo en el que se mueven con soltura e inocencia, y soportar la realidad sexual compleja en la que habitan con placeres y riesgos, goces y peligros; aceptando que la coquetería y el flirteo no es asumido por todos los hombres como un fin en sí mismo, sino como un medio para la realización sexual, chusca y dolorosa. Hombres que por lo general, si son capaces de moverse con soltura y satisfacción en esos ambientes desbordados, llegan a edades de abandono y melancolía con la voluntad y la mente aún colgadas del sexo, perdidas irremediablemente. Esos hombres no son todos, evidentemente, pero sí todos los primates de las plazas, de las fiestas hormonales, de la sangre y el sexo; los hombres que muchas mujeres desean y que en el ejercicio de su libertad pueden elegir y deben soportar. 

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