miércoles, 10 de agosto de 2016

La cultura textil



Imagen de la noticia para voley playa rio 2016 de El Mundo


Es imprescindible un prólogo para saber dónde estamos, sucede igual con un libro que con la vida, ambos son bolsas de sentido artificial que confluyen: un libro son hojas cosidas con lazos a la vida. Pisamos arena fina, polvo de cristal blanco, casi imperceptible a los códigos del tacto, brilla como un diamante al contacto con el sol, aísla prácticamente del calor y protege nuestros pies mientras acarician los pequeños montoncitos de arena distribuidos en bucles infinitos sin principio ni fin; son pequeñas galaxias de arena. Podríamos ser el niño Connolly, el pequeño Cyril, en su infancia, y adolescencia, georgiana, paseando por el jardín de su casa costera hecho de un pedazo de playa subtropical. Donde se mezclan pequeños islotes de hierbas fresca aromáticas en el inmenso arenal, rosas color crema abandonadas entre diminutas dunas domésticas, plateadas piñas de abeto recostadas en pardos parches de césped marrón, melocotones y albaricoques aplastados a la sombra de su árbol y grandes camaleones dibujando sinuosas curvas en la arena que desembocan, pasada ya la valla blanca de madera que acota el jardín, en la orilla lamida por espumosas olas de un temperamental mar de aguas frías; donde se pierde hasta la locura. Como nos dice Connolly, en el jardín flotaba el olor de pinos y eucaliptos, pintura ampollada y alquitrán caliente. Realmente es un simulacro. Estamos en Brasil, en las playas de Copacabana, donde  se disputan los partidos de voléibol de los juegos olímpicos de Rio 2016. Un partido femenino, ¡oh, no, otra vez, vencerlas tout court!, simboliza una lucha; ya se sabe, el deporte, la sublimación de la guerra. Pero no. Hay algo más; es una guerra especial, más que mediática incluso. Una guerra entre dos culturas fundamentalmente textiles y disimiles. Estas jugadoras contienen toda la información en su cuerpo: una jugadora egipcia vestida, tapada, ante el inmenso y agresivo sol, y una jugadora alemana, la rival, casi desnuda, en bañador occidental. Los periódicos publican la foto de ambas, y escriben con tinta de limón sobre la imagen haciendo alusión  a dos supuestas culturas. Supongo que, respecto a una de ellas, deben de referirse a lo que llaman con gran vituperio, en otros contextos, cultura machista. Es curioso ver, de todos modos, como nuestras feministas socialdemócratas pueden llegar, de hecho se pasan siempre, a llamar machista tanto a la ocultación férrea y dogmática del cuerpo como a su exhibición más gloriosa. Lo primero tiene sentido por lo claustrofóbico del asunto, por la pestilencia de lo húmedo y cerrado; pero lo segundo, sólo puede comprenderse desde la mirada casta de un cura, y su babosa moral, hecho mujer, nada más.

Ante el desacoplamiento de la imagen, método Fackel, la verdad esencial esta revelada: sólo hay una verdadera y activa cultura machista. El resto son excesos de la interpretación, el retorcimiento de los hechos hasta su extinción: el relativismo. La jugadora tapada digamos que es unilateral, igual que la interpretación de su machismo, pero, ¡ah!, la desnuda es algo más complejo e interesante, además de caliente. Alguien podría decir, no sin forzarlo todo, que es la reducción de la mujer a un objeto de deseo y exhibición mercantil. De ser así tampoco sería del todo malo si al margen de su moral se apreciase el formato estético. Sin embargo, niego que la interpretación de su machismo, simbólico, sea unilateral y dogmático como el de la mujer tapada; el de la jugadora alemana esta bañado en una múltiple pluralidad de interpretaciones políticas, ideológicas, e incluso éticas, pero la egipcia sólo obedece a una, declaradamente falsa y opresiva, la religiosa. Sobre esta no hay debate alguno. Cosa distinta sucede con el cuerpo desnudo y apetecible de una mujer, cuyos simbolismos y representaciones no dependen exclusivamente del estado púdico de la carne mostrada, sino de los objetos ceremoniales y rituales, prácticas y costumbres, gestos, que la envuelven y construyen su contexto, su condición real. Lo mismo sucede en el orden discursivo de la política bélica. Una vez oí un análisis de izquierdas que situaba como equivalente el fundamentalismo y el integrismo del discurso del terrorismo islámico, con el fundamentalismo democrático y belicista (¿oxímoron o pleonasmo?) de Bush y los EE.UU en los primeros tiempos de la guerra de Irak. Cierto. Ambos discursos podrían equipararse y hacerse conmensurables por su temperatura precaria, pero no así su contexto. El terrorismo islámico al publicitarse, lejos de debilitarse, se reafirma y fortalece, se retroalimenta, en su universo ideológico y religioso (la misma cosa), mientras que el fundamentalismo democrático encuentra en su seno una decosntrucción constante, su contexto posibilita, a duras penas, pero permite al fin, el pensamiento crítico, famélico, moribundo, pero crítico. Este límite puede resultar frágil, tocado por una sutileza casi decorativa y melancólica, que asimila ambos discursos en una misma fatalidad aterradora, pero su transcripción real, su fuerza práctica dibuja una brecha abismal entre un mundo construido sobre la superstición y la metáfora manchadas de sangre (hablo de nuestro tiempo, no del pasado), y un mundo basado en la cruda y precaria realidad de la razón, asumiendo incluso todas sus mortales contradicciones.

El límite y la sutileza son importantes en política. La diferencia entre (pretender) comprender el mundo y no entenderlo en absoluto, un límite tan sutil como la tela de las jugadoras, es la misma diferencia que hay entre un hombre libre pero servil -que no emancipado- y una marioneta que desconoce los hilos que la mueven. Igual que la diferencia entre un paidófilo y un pederasta, es la misma que existe entre un hombre inocente y un criminal, sin ser por ello el inocente un referente moral o estético. La diferencia entre las dos imágenes de las jugadoras, son la perdurabilidad del machismo en una, y la disolución en el contexto, regresivo y progresivo a la vez, de la otra. La jugadora desnuda ahogará sus múltiples simbolismos en la crítica, mientras que la tapada permanecerá opulenta, impoluta, arrogantemente oprimida en su contexto. Lo mismo que el orden de los discursos políticos fundamentalistas, el terrorista y el democrático, se distinguían por una vida muerta y una vida precaria pero viva, la diferencia entre las dos imágenes es la vía viva del machismo frente a la vía muerta del mismo. La existencia de una asimilación vaga y confusa entre las dos imágenes bajo el manto de la cultura machista, no debería tampoco incomodarnos a los que sí diferenciamos, con problemas y contradicciones, entre ambas culturas textiles. La exhibición de su mentira, aceptada por todos, gratuita e impune, demuestra agudamente la capacidad disolvente de nuestro contexto, tanto para lo bueno como para lo malo, y el bálsamo zafio y acrítico de las mujeres tapadas, asfixiadas por su propia cultura textil.   
   

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