Hace unas semanas, para recuperarme de uno de esos días tocados por una extraña melancolía de lo perdido, cuya luz color membrillo impregnan el tejido carnal de un hombre hasta colorear las entrañas de su alma, paseaba yo por la calle Ramiro de Maeztu, cerca de mi barrio, descendiendo una montañita. Era un día caluroso en Barcelona, solitario, triste y precioso, esos días borrosos bañados en un inmenso sol bondadoso, esos días de derrota polvorienta y sudorosa en que no sólo se arrastran los pies, sino las tripas. Un domingo de bochorno, cerca de las seis de la tarde, de vuelta, de todo, cuando el clima cae como una culpa de piedra sobre las espaldas, y no deja de calentar la cabeza, ¡oh!, mi dulce cabecita, burbujea. En el descenso, decenas de gentes distraídas, cuya imagen atomizada de paseante puede confundirse con la indolencia, habrían atravesado tantas calles del tiempo, y todos esos nombres, fertilizantes o venenos de la memoria, sin ningún pudor. Yo estaba ahí, plácido, en mi calma intranquila. Pensando, mirando a Maeztu fijamente, ¡don Ramiro!, fusilado en la guerra civil por los republicanos. Cómo diablos podría desenmarañar ese conflicto del nuevo callejero que tanto frivoliza la prensa y manipula la política hispana, que pretenden implantar, a buen juicio, en las grandes ciudades; en las que gobierna la nueva izquierda violeta que tanto se deja seducir por la lengua viperina del nacionalismo.
El nuevo callejero de la memoria es un asunto interesante y complejo. Un asunto crucial en la industria cultural. Una gran metáfora urbana. Colau y Carmena, son las alcaldesas que salvarán o condenarán la memoria de muchos hombres. Algunos, vapuleados, pisoteados y humillados por la cruel y sucia derecha española, que convirtió sus almas (y su cuerpo), sus obras, y sus vidas (y su recuerdo), en comida para cerdos. El proyecto, sin el soporte humano y su inherente devastación, suena así: una verdadera reorganización urbana de la memoria, para evitar el olvido de las víctimas y la identidad de sus verdugos, y suprimir de una vez por todas, nefasta cloaca, el relativismo de los hechos que se acumulaban y las ideologías que intervinieron, en la guerra civil española. No asimilar como dos contendientes iguales, y legítimos, a las fatuas fuerzas clerical militares del fascismo español con la República y sus democráticos tentáculos, en ocasiones revolucionarios, sería un primer paso para restablecer lo que la ley contempla como Memoria Histórica: un modo de desembarrarse del lodo y el polvo de la historia, y reorganizar el pesimismo, que diría Benjamin. Pero sobre todo, de ordenar la verdad de los hechos, y desterrar, por fin, ese pornográfico sintagma de la guerra cainita, entre hermanos; una tinta de calamar putrefacta que no solo enturbia el pasado, sino que envenena el presente. Todo esto es un ejemplo de lo que encierran las pequeñas cosas: verdaderas ciénagas de la historia cuyas ranas verdes y viscosas establecen relaciones políticas y estéticas que no desmerecen las consideraciones morales complejas. Pues las sospechas de que la reorganización del nuevo callejero de la memoria, preciosa metáfora para una ciudad y su incipiente siglo, no se hace en nombre de La Memoria, sino de La Bondad, entendida como la entendía Nietzsche, la de los resentidos y vengativos plebeyos, hombres débiles y vencidos que dicen No a la realidad tras la humillación y la derrota, esa sospecha digo, que producen los voceros de la derecha, debería ser desactivada de inmediato con buenas razones. Debería poder recuperarse un tiempo, reencontrarlo con la luz de la verdad y la razón sin esa patraña reaccionaria nietzscheana, ¡maldita corona de espinas!, que tan bien se acopla a la propaganda y a su adherido olvido: la justificación del mal. Eso exige un debate profundo y hondo, de letra lenta y perfilada, imposible aquí. A veces tengo la fantasía de que habito ya en un país en la línea de la sensatez, de la mayoría de edad calmada. Esa edad gris. Un mundo sólido de palabras, sin miedo, sin mitos, sólo con hechos y bañado en la salvia de la crítica y no en el baboso griterío de la charca. Psss, vagas y banas ilusiones.
No es sencillo el problema, por muy simple que parezca un nombre gravado a una placa. El cinismo y la mentira serán las dos grandes fuerzas que muevan el debate. Olvidarán lo esencial: reconstruir la memoria en base a los hechos, la ética y la consustancial estética; y se centrarán en lo suyo, las purgas ideológicas y el interés económico. Detengámonos en este último. ¿A caso no es un marco económico el que rige cuando se pretende borrar a Julio Camba de su calle y se mantiene perfectamente cosida al establishment a la Fundación March? Camba escribió en los periódicos de la época franquista, sin oponerse abiertamente al régimen pero sin defenderlo tampoco, era en cierta medida un mandarin precario del régimen que vivía como un estómago agradecido, pero no servil, en una habitación del hotel Palace en Madrid, mientras que Juan March fue el financiador principal de la rebelión golpista franquista. Un ajuste de los engranajes de la memoria algo extraño el que propone Carmena. ¿Deberíamos borrar de la memoria urbana a Pla, Gaziel, Eugeni Xammar, Chaves Nogales, al propio Camba ( y sí además sumamos a Corpus Barga y Max Aub, olvidados, escupidos, humillados, tenemos el cielo ganado); quizá el más extraordianrio, o uno de los mejores, plantel de cronistas, articulistas, y memorialistas que, a la vuelta de la primera guerra mundial, poseía país alguno ? La respuesta es clara si se mide según parámetros morales y estéticos: no, evidentemente no. Pero según purgas políticas, debilidades y vicios de la ignorancia e intereses económicos, está claro que sí. La condena de la memoria, la damnatio memoriae, puede eludirse: sólo depende de lo que estés dispuesto a pagar. Los precarios, serán deshauciados, los ricos, ensalzados y mitificados hasta lo grotesco. En todo este asunto hace falta reflexionar sobre la moral; esa no puede servir de redención ni sublimación, ni pretexto para el beneficio económico, simplemente debe encararse y resistir, enseñorear, la mentira. Por cuestiones morales, en ese sentido redentor y escatológico, nadie debería ser condenado al olvido y al ostracismo de la historia, menos aún cuando la farsa principal, esta justicia poética, de este cuento lapidario es que se haga en nombre de la memoria, cuando se hace por redención. Merece la pena que nos detengamos en esto y escuchemos lo que dice Finkielkraut en Los latidos del mundo; palabras justas, en su peso y medida, que podrían acompañarme en mis paseos, de la cabeza al corazón:
«No detesto los que fueron mis años mozos, pero no recurriría precisamente a mi conciencia adolescente para arrostrar las exigencias actuales. El adolescente es un ser de mirada clara, de voz vibrante, de rostro grave, que siempre ve escándalos allí donde hay apenas problemas o dilemas, y líneas rectas donde hay encrucijadas. Para él, a quien el egoísmo asquea, la política se confunde con la moral, y la moral misma se reduce al combate contra el Dragón. Sin embargo, las situaciones reales se asemejan más a menudo a la disyuntiva corneliana que a la venganza del conde de Montecristo, y la moral sólo es difícil porque no opone el Bien a la Bestia, sino que consiste, como dice Renaud Camus, en tomar partido o en intentar una improbable síntesis entre un bien y otro bien, [o un mal y otro mal]. La democratización del lujo es un bien, pero también lo es la preservación del mundo. La familia es un bien, igual que la emancipación de las mujeres. El Estado benefactor y la cohesión nacional son dos bienes, pero también nos debemos a la hospitalidad... ¿A qué santo encomendarse? ¿Qué hacer cuando el deber da órdenes contradictorias o éstas surgen de varios lados a la vez? La adolescencia huye de ese rompecabezas ético con la abstracción exaltante de un universo sustitutivo, donde todo sufrimiento humano es producto de la política de los malvados. Salir de la adolescencia es, pues, no sentir ya la necesidad de un desalmado que encarne el papel malo de la Historia: ciertamente, la solemnidad juvenil da paso, no la frivolidad o al conocimiento atesorado, sino a la dificultad y a la pasión de comprender. Pasión que se manifiesta hasta en las situaciones extremas: "Que el lector cierre aquí el libro si espera de él una acusación política --escribe Solzhenitsyn en Archipiélago Gulag--. ¡Ah, si las cosas fueran tan sencillas, si en alguna parte hombres de alma ennegrecida se entregaran pérfidamente a oscuras acciones, y si se tratara solamente de distinguirlos de los otros y de suprimirlos! Pero la línea divisoria entre el bien y el mal pasa por el corazón de cada ser humano. ¿Pero quién desea destruir un trozo de su propio corazón?».
Alain Finkielkraut y Peter Sloterdijk, Los latidos del mundo
Aplíquese lo dicho en la cita a nuestro callejero de la memoria y resultará muy complicado condenar a unos hombres de gran obra estética cuyo único delito fue la indolencia y la libertad, sí, la libertad de elegir ser cobardes, una de las muchas dolencias y debilidades de todo hombre libre, pero, ay, vicioso. La moral en sentido escatológico debe abandonarse como se abandona la mentira, y los juicios políticos adolescentes deben alejarse de nuestra casa, retenerlos al menos como se retiene unos minutos el mal, antes de entrar por la puerta de forma inevitable y arrasarlo todo; plantar cara a ese hedor de la justicia poética, y describir, comprender y pensar. Todo eso, esa batalla simbólica que higieniza el mundo de la cultura, pues es su guinda, en una simple y limpia inscripción en una placa.
(...)
PD: Otro de los damnificados de las purgas del tiempo es Unamuno, por el apoyo golpista en sus inicios; su ¡que muera la inteligencia! será, fue, es, recordado por todos... Pemán cuenta su verdad de aquel día, para ociosos e insaciables de las hemerotecas.
«No detesto los que fueron mis años mozos, pero no recurriría precisamente a mi conciencia adolescente para arrostrar las exigencias actuales. El adolescente es un ser de mirada clara, de voz vibrante, de rostro grave, que siempre ve escándalos allí donde hay apenas problemas o dilemas, y líneas rectas donde hay encrucijadas. Para él, a quien el egoísmo asquea, la política se confunde con la moral, y la moral misma se reduce al combate contra el Dragón. Sin embargo, las situaciones reales se asemejan más a menudo a la disyuntiva corneliana que a la venganza del conde de Montecristo, y la moral sólo es difícil porque no opone el Bien a la Bestia, sino que consiste, como dice Renaud Camus, en tomar partido o en intentar una improbable síntesis entre un bien y otro bien, [o un mal y otro mal]. La democratización del lujo es un bien, pero también lo es la preservación del mundo. La familia es un bien, igual que la emancipación de las mujeres. El Estado benefactor y la cohesión nacional son dos bienes, pero también nos debemos a la hospitalidad... ¿A qué santo encomendarse? ¿Qué hacer cuando el deber da órdenes contradictorias o éstas surgen de varios lados a la vez? La adolescencia huye de ese rompecabezas ético con la abstracción exaltante de un universo sustitutivo, donde todo sufrimiento humano es producto de la política de los malvados. Salir de la adolescencia es, pues, no sentir ya la necesidad de un desalmado que encarne el papel malo de la Historia: ciertamente, la solemnidad juvenil da paso, no la frivolidad o al conocimiento atesorado, sino a la dificultad y a la pasión de comprender. Pasión que se manifiesta hasta en las situaciones extremas: "Que el lector cierre aquí el libro si espera de él una acusación política --escribe Solzhenitsyn en Archipiélago Gulag--. ¡Ah, si las cosas fueran tan sencillas, si en alguna parte hombres de alma ennegrecida se entregaran pérfidamente a oscuras acciones, y si se tratara solamente de distinguirlos de los otros y de suprimirlos! Pero la línea divisoria entre el bien y el mal pasa por el corazón de cada ser humano. ¿Pero quién desea destruir un trozo de su propio corazón?».
Alain Finkielkraut y Peter Sloterdijk, Los latidos del mundo
Aplíquese lo dicho en la cita a nuestro callejero de la memoria y resultará muy complicado condenar a unos hombres de gran obra estética cuyo único delito fue la indolencia y la libertad, sí, la libertad de elegir ser cobardes, una de las muchas dolencias y debilidades de todo hombre libre, pero, ay, vicioso. La moral en sentido escatológico debe abandonarse como se abandona la mentira, y los juicios políticos adolescentes deben alejarse de nuestra casa, retenerlos al menos como se retiene unos minutos el mal, antes de entrar por la puerta de forma inevitable y arrasarlo todo; plantar cara a ese hedor de la justicia poética, y describir, comprender y pensar. Todo eso, esa batalla simbólica que higieniza el mundo de la cultura, pues es su guinda, en una simple y limpia inscripción en una placa.
(...)
PD: Otro de los damnificados de las purgas del tiempo es Unamuno, por el apoyo golpista en sus inicios; su ¡que muera la inteligencia! será, fue, es, recordado por todos... Pemán cuenta su verdad de aquel día, para ociosos e insaciables de las hemerotecas.
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