sábado, 9 de julio de 2016

Una cena en la terraza, o cómo matar el gusanillo

Parece que el verano ha entrado en mi vida en forma de terraza particular; vivo más en ellas que en mi propia vida, las habito como un segundo hogar: aquello que al margen de protección y seguridad produce, además de adormecer, la extraña y humana sensación de durabilidad y permanencia. Dejando como poso esa temperatura íntima que permite dormir sin angustia por las noches, y por lo tanto, despertar para vivir esperanzado durante el día. Paso las tardes subido en las terrazas como un gato, propias o ajenas, acompañado o no, con una copa grande y ovalada, fría, de uno de los productos, de las bebidas, que ha producido en mí mayor efecto y ha dibujado de forma imborrable la tonta sonrisa de la satisfacción: el gin-tonic. No sólo me veo en ellas, en las terrazas, en un acto de recreación y evocación temporal azucarada, desde mi estudio, sino que ahora mismo, quizá, escriba desde ahí... Pitillo al ristre y humedeciendo mi alma en alcohol seco, dulce, ácido y sabroso, leía despreocupado e indiferente un pedacito de un grueso libro de literatura gastronómica y memorialística de M.F.K. Fisher (un libro de memorias que combina de forma personal y analítica el comer y la cocina, los viajes y el amor, y los recuerdos con el deterioro del tiempo externo) sobre el simple y noble arte de vivir bien, de comer para combatir el insaciable apetito del hombre, y su escasez, y mantener una serie de barreras entre él mismo y el primitivismo que produce el hambre, el lobo. Siempre leo El arte de comer, como a Pla, en pequeños trocitos, como si de galletitas de mantequilla saladas se tratara, en cualquier esquina del día. Una lectura jugosa y antioxidante para momentos en que el comer se vincula a la lectura para hacer de la comida algo más abundante que una necesidad física y una función nutritiva para el cuerpo, y aporten una calma y una demora en el vivir, lento y remolón. Darle a la lectura una cierta lentitud filosófica, un instante dilatado y estético hasta el punto de convertir la miseria de lo repulsivo y perturbador que nos rodea, en algo reciclado en favor de la dignidad humana. Cuando "escribía" esto (en el aire, en mi mente...), me preparaba para cambiar de terraza.

He pasado días sin escribir absolutamente nada, ni siquiera una mísera y raquítica línea hambrienta de sentido y contenido, sin la necesidad de conjugar mis necesidades, grandezas o miserias, espirituales en forma de lenguaje abrupto y ensordecedor, preñado de razones, para que exploten contra la cabeza del lector como estallan en esquirlas y metralla los sucesos de mi circuito anímico. Nada de eso. He vivido muy bien, gozoso y risueño, sin detenerme a pensar cómo iba a evocar un tiempo perdido, un instante olvidado, para recuperarlo en el presente. ¿Cómo iba a representar la vida en un simulacro y volcarla en palabras; cómo convertir el material inmediato de la experiencia en un material textual, mediado y reflexivo? La frustración de la sequía y la pereza me paralizaban, convirtiendo un valle preñado de primavera, en un áspero erial abrasado por la infertilidad. Pero a mi, plim. Yo seguía  preocupándome solo, sin hacer nada, repito, por su forma burocrática y oficial de la escritura, para convertirla en un trámite laboral, casi sin una migaja personal. A menudo pienso que la escritura no sirve para realizarse, ni para encontrar un yo deseoso de revelación y exhibición, ¡bah, malditas patrañas narcisistas para imbéciles!, ni sirven las dosis de lírica que requiere esta práctica solitaria, ni cimentar el suelo épico de su mito; simplemente consiste en uno de los muchos modos de pasar mecánicamente la vida, de ordenar el mundo y por lo tanto de comprender la pequeña parcela a la que tenemos acceso, con cierto erotismo y placer en su ejecución. Muy parejo al comer en cuanto a su voluntad de ordenación y su condición de material sensible, sensual y epidérmico. O en el mejor de los casos, uno de los muchos viejos modos de ganarse el pan. Pero claro, viendo los periódicos hoy, viviendo en este mundo y rodeado de ciertos tipos humanos, esto de la profesión de escritor, léase fáctico, entra dentro del ámbito de las patologías psicológicas y frustraciones sexuales, más que en la dimensión del trabajo y el oficio bien hecho. Se puede escribir modestamente claro, e incluso ¡bilis! vomitar tinta como Bonafoux. Pero fabricar artículos con los pies, escritos desde las partes pudendas, las más bajas del hombre, como hacen las acelgas intelectuales de nuestra prensa y catatónica academia. Eso, eso es otra cosa muy distinta. Muy alejada de la dignidad humana y la lealtad al oficio, y más cercana a una de las múltiples formas de la perversión y la barbarie. Todo me vino a la cabeza minutos antes de ir a mi última cena en una terraza, me esperaba una grata y cálida compañía...


La cena en la terraza con L. y su encantadora familia iba a ser copiosa y densa, pero no pesada, a pesar de tratarse de un asado argentino. La buena compañía en la mesa es el mejor digestivo ante el azar criminal del destino, y solo mientras comes y compartes en una mesa rebosante de amistad, alegría y algo de melancolía, es posible detener ese inflexible dinamismo brutal y cruel de la luz incolora del tiempo. Antes de las carnes, unos vinos inteligentes despiertan el apetito ansioso de los que esperan, el ingenio se agudiza y en la atmósfera reverbera la conversación, antes incluso de que esa nebulosa se asiente y cobre inteligibilidad, de que la mesa, definida y acabada, medie y articule, dote de sentido, a todo ese barullo y tumulto de comida y humanidad. Encauzándolo en un camino recto y juicioso de sabor y reposo. Entre el trajín de utensilios, voces desperdigadas, susurros cómplices, gente entrando y saliendo, el calor húmedo y pegajoso, el olor de la carne se abría paso con una presencia y un cuerpo casi vivos, casi humanos. Entrañas, salchichas, morcillas, pan y alioli, cervezas bien frías, vinos inteligentes y moderados, y verduras asadas al perfecto punto de sal, todo conformaba algo más que un escenario y un pretexto para la conversación; realmente era el motor de todo, la textura múltiple de todo lo que ocurría y podía tocarse. En el fondo esos asados que sirven de cena, pero podrían servir para cualquier momento compartido detenido e indiferente, poseen un intenso carácter primitivo y natural, algo directo e inmediato que se forja en la lucha binaria y aislada entre la fuerza y el calor de las brasas y la resistencia crujiente de la carne. El humo y el fuego, su ingrediente esencial, penetra entre las fibras de la carne y le dota de ese sabor intenso, desnudo, y en cierta medida deteriorado, tan característico, de piedra y tierra. Al compartir la comida con algún otro ser humano, y entrar a formar parte de la antigua ceremonia religiosa de partir el pan, vincularse unos a otros con el vino y enlazar al compás las emociones y los estados de ánimo en uno solo a cada bocado, le damos solemnidad a ese momento que sin el rito quedaría vacío, repetido, consumido de antemano, como un aire seco y áspero ya respirado por otros. Dotamos de una ética y una estética al vacío en esa cena en la terraza.


A pesar de la lúcida advertencia de Mary Frances, la señora Fisher, de que no es lo mismo comer, sobre todo cocinar, a solas y acompañado en tiempos de guerra, cuando hay que cazar y aprender a cocinar el lobo - apetito, hambre, un lobo universal - que cuando estamos en tiempos de "paz"; persiste nuestra angustia y el sentimiento de lo absurdo en nuestras vidas. El gusano se encuentra en el corazón del hombre, y lo devora igual que las manzanas: perforando laberintos de oscuros túneles insondables e imponderables. El único modo de eliminarlo, de matar el gusanillo, es convertir esas pesadillas en distracciones sensoriales: la esencia de la mesa compartida. Compartir la mesa, el afecto, la delicadeza, y la escritura (o lectura), y todo lo que ello implica, nos conduce no solo a nutrir el cuerpo, sino a mantener la calma en la vida, en adormecer o engañar al gusanillo, siempre y cuando, claro está, mantengamos el hambriento resoplido del lobo en el portal, lejos de nuestra mesa, mientras se desespera y clava sus uñas en el suelo, mirando, baboso, a través de la cerradura. Una cena memorable, que ayudó a conservar la pequeña educación de las pequeñas cosas que enseñan la elegancia y la sensatez que en el flujo corriente de lo ordinario se pierde inexorablemente. Los platos, y las palabras que por ahí corrían, despertaron nuevos placeres y ayudaron a recordar algunos antiguos. Fue mi última terraza del día, mi última victoria.






      



 



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