La intención juzga todo lo que hacen los hombres; reza el rastro de baba verdosa que deja el esfuerzo y el sudor del título de esta ventana. Una sabiduría y sabia moral que parecerá inútil y estúpida a ojos de una sociedad utilitarista cuya esponjosa conciencia ha asumido como designio la eliminación y olvido posterior del sentimiento de culpa para dejar paso a la flamante e incuestionable tautología de la felicidad para la mayoría. La culpa parece más sofisticada y discreta, actúa como aquel sensor interno de temperatura y peso que nos indica con precisión milimétrica los gramos y grados de insatisfacción que pesan en nuestra mente. Un rastro en forma de un polvito que revela una conciencia afectada, preocupada, por la acción como reconocimiento del otro en tanto que fin en si mismo, autoevidente, y no como mero cálculo de fríos y estériles bienes morales. Un cálculo que muestra su error en el límpido corte epistémico al asimilar los objetos intangibles a los tangibles, los bienes morales a los bienes materiales o crematísticos -el cinismo más inocuo para la sociedad pero más desgarrador para la conciencia, pues ataca y desgarra sus propias raíces, e inutiliza su existencia, contradice su definición orgánica; pues para qué tener conciencia, si con el cálculo de una máquina refinada y sofisticada que contemple y valore los bienes más sensiblemente elevados, ya bastaría para vivir en una comunidad ética -, y en consecuencia comete un error metafísico: asimilar lo corruptible con lo imperecedero, lo contingente y efímero, con lo necesario y eterno, lo mortal con lo inmortal, juntándolo todo en una inefable balanza de inenarrables pesos y contrapesos.
Una culpa evidentemente mundana e inmediata, no regida por los cínicos parámetros de la trascendencia y sus ordenes dialécticos que la justifican y permiten existir con plenitud punitiva y torturadora gracias a Dios o la represión libidinal; como castigo el primero, o como complejo y frustración represiva el segundo. Lejos de eso, la culpa en la conciencia media aconfesional, es la exigencia de una moral de intenciones, que por definición siempre será incompleta, una moral manqué, pues el mundo de lo tangible y los resultados, de las consecuencias, ocupa todo el espacio público y visible e imposibilita cualquier oportunidad de respiración a la intención, no deja tomar una bocanada de aire fresco al respeto de los fines en si mismos, evidentes también por si mismos. La culpa como la consecuencia de no respetar el "deber", de su ruptura o desgarro. En Kant la ley moral, el deber, no se obedece por miedo al castigo o esperanza de premio y recompensa en el mundo terrenal (otra cosa son las virutas escatológicas de su moral) sino que sin mediación alguna, debe inmediatamente reconocerse como fin. El utilitarismo desde la edad moderna es la excusa, el pretexto y la legitimación de la razón de Estado y sus borracheras, donde se gobierna para muchos con distintas moralidades. Cínico y cobarde es el cálculo moral con uno mismo, como si sus decisiones tuviera que tomarlas únicamente mediante la fortuna (lo útil siempre dependa del azar inscrito en distintas etapas temporales, fluctuantes y movedizas) y él fuera una abstracción especulativa como lo son los pueblos gobernados o los sujetos políticos; y no pudiera elegir en un reino claro de fines inmediato, como el de nuestro entorno de cosas y gentes próximas.
Los medios españoles se inclinan siempre por la charanga y el bailoteo de la letra impresa, por lo proverbial y lo goyesco en las imágenes; siempre algo entretenido y evasivo, que ensucie poco al lector y apele poco a la materia gris de su conciencia. Una de las reglas fundamentales y fundadoras de la prensa socialdemócrata es santificar con caricias a sus mecenas, victimizar y sindicalizar hasta excesos grotescos a sus limpios e inocuos lectores, y criminalizar con la metáfora a los escombros y excreciones sociales, sean de château o de fábrica - del mismo modo que hacía el Régimen franquista con los suburbios de Barcelona en los años cincuenta y sesenta; al margen de la injusticia material y objetiva, se cometía la injusticia simbólica, añadiendo la inmoralidad, desde la prensa del sindicato vertical, entre sus decrépitas paredes de chapa y cartón. Jamás su inocente y blanco público aparecerá con las pecheras enfangadas y los charoles rayados, jamás serán más que vouyers acomplejados del mundo y su actualidad, espectadores indiferentes ante el modo de ordenación e iluminación que sus papeles, grises o sepia, realizan con su realidad y sus objetos domésticos. Estos medios son los que llevan a la hoguera a personajes por su única condición de sospechosos (véase el caso Raval en diciembre de 1997 y el libro Raval/Del amor a los niños, de Arcadi Espada) con una brutalidad e inquina mucho mayor que cuando se les condena. Hay una extraña y patológica compasión por parte del vouyer, hacia el condenado que confiesa cuando está en las últimas; sumado a una especie de apaciguamiento de los medios en la caída de la metralla cuando los acusados o condenados piden perdón, no por lo que son y sus intenciones, sino por lo que han hecho y sus resultados. Por la inutilidad de los mismos, que se revela en su cruel y torpe descubrimiento. Véase el Rey, Pujol, Rajoy, Zapatero y ahora Marjaliza (como sinécdoque de una identidad de clase) arrepentido.
Cada noche, cuando duermo, una historia del periódico retumba en mi cabeza como una mosca zumba encerrada y apresada de por vida en una botella. Hay tantas historias de arrepentidos sin culpa - aunque resulte complicado y arriesgado juzgar las intenciones de alguien, a veces, sus hechos fácticos resultan melancólicos reflejos, huellas imperecederas, de sus sublimes intenciones - navegan a la deriva de mi mente, flotan como cuerpos ahogados en el mar, que podría soñar o hacerme pasar por un pobre degollador de mujeres, un sucio empresario enamorado de las prostitutas, un reaccionario juez prevaricador, un joven y sifilítico pederasta, o un político agradecido por la Gracia de la vida española; y nada me sería más reconfortante que levantarme y descubrir que no compartimos siquiera las intenciones. Para ahogar el ruido de estas historias en el silencio de la distancia y la soledad de la noche, pienso en los delicados ensayos de Montaigne - sospecho que todo lo que digo, mis comentarios colaterales y estéticos, cosméticos, sobre los pliegues de la realidad, no son más que inofensivo plagio, notas a pie de página de los deliciosos comentarios de Montaigne, pues firmaría cada uno de sus escritos con mi puño y letra; y sacio con ello el apetito y satisfago a la ociosa y glotona vida -, cuando el de Burdeos comentaba las cosas de Ramón Sibiuda y su entrañable Libro de las criaturas, sacando de ahí, el título rutilante de esta columna. En ese ensayito, La intención juzga nuestras acciones (capítulo VII), se plantea el inevitable problema de la confesión ante la muerte, como redención moral (eliminación de la culpa) o purga de pecados; como si la muerte nos despojara de nuestras obligaciones y del vivo y real recuerdo de las mismas. Un enfrentamiento ante la muerte, que es el mismo que el de nuestra clase política y empresarial (ante sus intenciones), y el tratamiento desacompasado y mortuorio de los periodistas. Dice Montaigne; es una cita un poco larga pero igual de nutritiva que una enciclopedia:
<< Nuestra obligación no puede ir más allá de nuestras fuerzas y nuestros medios. Por tal motivo, dado que efectos y acciones en modo alguno están en nuestro poder, y dado que, si hablamos en serio, sólo la voluntad está en nuestro poder, todas las reglas del deber del hombre necesariamente se fundan y se establecen en ella. [...] En estos tiempos he visto muchos que, acusados por su conciencia de detentar bienes ajenos, están dispuestos a satisfacerla mediante su testamento una vez muertos. Lo que hacen no tiene valor alguno: no lo tiene diferir cosa tan urgente, ni pretender reparar una injusticia de una manera que les afecta y perjudica tan poco. Su deuda atañe a algo más suyo. Y, cuanto más gravoso y molesto les resulte el pago, tanto más justo y meritorio será el resarcimiento. La penitencia exige asumir la carga. Se comportan todavía peor quienes reservan para su última voluntad la revelación de alguna animosidad hacia el prójimo, tras haberla ocultado toda la vida. Demuestran cuidarse poco de su honor, pues irritan al ofendido contra su memoria, y menos de su conciencia, pues ni siquiera por respeto a la muerte han sido capaces de dejar morir su mala disposición, y prolongan la vida de ésta más allá de la suya. ¡Inicuos jueces, que aplazan el juicio hasta el momento en que ya no tienen conocimiento de causa! Yo me guardaré, si puedo, de que mi muerte diga nada que primero no haya dicho en mi vida, y abiertamente>>
Bonita metáfora, aunque ácida y agria papilla para periodistas, políticos, jueces y vouyers.
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