Es curiosa la paradoja pedagógica, siempre del subterráneo reino de las inversiones y contraposiciones binarias. Un escritor, las veces de poesía - estira y retuerce el verso hasta que derrotado y sin aliento se torna prosa, vencido, se deja hacer -, de narraciones sintéticas y cortantes, las veces de una novela de brillante pluma, que juega como solo juegan los maestros con la vida y la literatura, plantea la gran querella de nuestros días: la lucha entre verdad y fantasía. Cierto, siempre presente en todo tipo de escritura y de arte, entre realidad y ficción, observación e imaginación, realismo y romanticismo. Pero nunca, la polémica se había decantado tan abiertamente, no por lo real o lo irreal, sino por su cínica síntesis; y por convertir las formas ficcionales en el propio contenido de lo literario o lo ensayístico, como si fuera un fondo real. Desbordamiento que produce la introducción de ese conflicto en el seno de los medios de masas, esos magníficos aparatos de distorsión e hipertrofia. Lerín, como todo escritor, escribe para que lo propio, el instante, de la intimidad o la imaginación, sea tiempo, y sin embargo educa, como educa la ley, al fantasma posmoderno de los periódicos. Lerín no lo parece, supongo que no lo sabe, pero escribe para la infecta tropa de mentirosos, timadores, del nuevo periodismo o el periodismo gonzo; escribe para Wolfe, Capote, Thompson, y sólo para ellos; los desasna, los reeduca, si eso es posible todavía. No está solo en eso. R.Adler y Houellebecq le acompañan.
Escribe Lerín, a propósito de Familias como la mía (deliciosa novela) en su sintético, ajustado, y exacto blog, un prodigio de la economía literaria, este texto pedagógico:
<< La escritura es una actividad anómala, no consustancial al ser humano; forma parte de ese conjunto de extras que han ido adquiriendo los más aventajados. Y hablo de la escritura como forma de comunicación en general, como forma de transmisión de advertencias, órdenes, saludos, pero no como forma de alteración de la realidad, o sea de creación, de arte; alteración que más que una anomalía constituye un despropósito.
La prensa, por ejemplo, es un forma de escritura sofisticada que no se contenta con advertir sino que se lanza a informar (“Diario de avisos y noticias”), previene pero, también, cuenta, eso sí desde la objetividad memorialista. Este campo, el de los cronistas, como también el de los biógrafos y los historiadores, se caracteriza por permitir que la información cambie de mano sin que resulte mancillada por espúreas intervenciones. Será el filósofo, y también el periodista de opinión y el ensayista en general, quien detenga el flujo de información para interactuar con él y así interpretarlo, siendo esta la clave, la diferencia con el narrador de la actualidad, que no necesita detener el flujo ya que su papel es ser mera correa de transmisión de la realidad y no analista de la misma.
La tentación de añadir algo de cosecha propia o, al menos, de alterar en parte los datos, surge como fruto del aburrimiento ante la alienante labor constreñida a la copia, a la repetición (aunque a veces sea en otro orden) de los hitos del biografiado o de los sucesos que aportan los teletipos. Al principio, el escribano, tímidamente, sólo cambia una fecha, un horario, un destino en algún viaje; luego, envalentonado, feliz al transgredir la norma, se atreve a modificar algún hecho y, más adelante, dependiendo del grado de osadía que le invada, incluye algún pasaje de su invención, eso sí, que no chirríe en el total del discurso. La autobiografía dulcificada Familias como la mía es un ejemplo de esto último: por razones de cobardía ante los riesgos que acarrearía la relación objetiva de los hechos, y por razones de comercialidad añadiendo humor y sexo para que la historia no resulte árida, el autor cercena y añade a su antojo; una novela no es nunca una biografía (o la biografía no es literatura) por lo que la realidad se utiliza sólo como sustrato dejando que el escritor haga literatura tergiversando la historia. >>
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