Elefantes blancos
(Raúl Arias)
Qué extraña situación la nuestra, pobres desdichados. Acostumbrados al erial político y las goyerías mediáticas, de las que muchos ciudadanos se sienten íntimos y hondos integrantes, risueños y gruesos ellos, se repiten unas elecciones nacionales por segunda vez en algo más de cuatro meses desde las últimas, que lejos de representar una irresponsabilidad de los dirigentes políticos y su adherida incapacidad moral e intelectual; lo que realmente demuestran, es una inevitable condición de la política: el elefante blanco. Siempre que aparecen estos adorables y limpios animalitos producen una insoportable e infecta presión en el pecho no sólo de los políticos, sino también de los ciudadanos, reducidos a su mínima expresión individual y desconectada, dispersa y caótica, a los que les toca domesticar y limpiar los restos del arrugado animal. Pero antes, como todo en la vida, lo importante es ser consciente de ello y no desfallecer ante la revelación: había un elefante en la habitación que nunca antes habíamos visto, y ni siquiera sospechábamos, y sin embargo, conocíamos todo lo demás, hasta el último detalle. Una conciencia, por otro lado, que solo otorga el pensamiento, que ahora es uno de los mayores honores que un hombre puede alcanzar. Lejos de los cenizos profetas de la necesidad o el determinismo histórico, el elefante no aparece como poso indeleble de la decantación del tiempo corrompido o quebrado, ni siquiera como la melancolía de la historia de las batallas perdidas, que se presenta de nuevo ahora como oportunidad de redención. No. El elefante blanco siempre estuvo en la habitación, siempre ha permanecido incrustado en la negligencia de las viejas y nuevas políticas, de las nuevas y desdichadas eras. Aunque nuestra mirada se perdiese, desparramada, en el centro de esa gran víscera blanca, sin alcanzar a ver su horizonte, los límites de su perfil para identificar la criatura, lo cierto es que siempre estuvo allí, desde la cuna hasta la tumba. Si existe una gran contradicción y una profunda vacuidad y esterilidad en el infeliz escenario político español, no todo se debe a la clase política, una de las más mediocres que uno puede tener, sino que en gran medida se debe a nuestra ceguera; la nuestra, la de los tiempos, o la que se quiera.
Los distintos partidos poseen diverso número y tamaño de animalitos. El PSOE, no ve, no quiere ver, el problema de identidad y deuda moral que posee respecto a la izquierda española (aún no han resuelto, si es que puede resolverse la traición y el abandono - no ha dado cuanta ni de sus ilusiones perdidas ni de su dañada educación sentimental) y su arrogante e insidiosa indeterminación ideológica, y otro: la ambigüedad respecto al troceamiento de la soberanía nacional y su sujeto, dentro o fuera de los límites constitucionales. Podemos e IU, no reconocen o no quieren afrontar, ni su encaje rojo en Europa, ni su espacio dentro del espíritu burocrático y administrado del capitalismo. Y los podémicos, por supuesto, quieren olvidar sus limitaciones estéticas, su triste condición de ser un producto estrictamente televisivo y de haber sido devorados por la bestia mediática, sin la cual, su existencia correría grave peligro. El PP y Ciudadanos no saben en qué tiempo íntimo viven y desconocen las zonas erógenas de su vida íntima: el precio de la transición y la desazón de las dos Españas, y especialmente lo que ellos denominan "el comunismo". Aunque sobre todo, y especialmente el PP no sólo desconoce, sino que posee una deuda, algunos dirán que mortuoria, con la memoria. Paradójicamente estos elefantes no se suman entre sí salvo en un excepcional y anacrónico caso, los nacionalistas, ese rudimentario y sucio instrumento de poder. Estos, poseen todos los elefantes, y con su rastrero ejemplo de cinismo e ignorancia, le habrán quitado mito y grandeza a su proyecto de un modo irreparable e irrecuperable. ¡Quién iba a decir que el problema político español tiene más que ver con la zoología que con la moral!
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