El texto inacabado (Sobre verdad y mentira en sentido extramoral) que pertenece a la segunda intempestiva del primer Nietzsche, nos aclara las
sospechas de Nietzsche sobre la verdad. Este concibe la verdad y el intelecto como un medio de supervivencia, como una
ficción y engaño, que es el mejor modo de adaptabilidad al medio; como una
característica evolutiva animal. Ya que el hombre en el arte de la ficción – engaño,
adulación, mentira, hipocresía y fraude son características del conocimiento
del hombre, típicas de su carácter y condición – sólo conoce formas y
superficies, en ningún caso “la verdad”.
Que el hombre se crea el centro del mundo y el pathos de la realidad, es un
engaño del intelecto, una ficción de su propio conocimiento, que no es tal. Los
hombres se limitan a recibir estímulos y a jugar al tanteo con las superficies
de las cosas. ¿De dónde proviene el
impulso hacia la verdad? A esta pregunta responde: de la auto-conservación, ya
que en el estado natural primero, antes del estado de cultura, el hombre debía
usar su intelecto para la ficción como mecanismo de supervivencia, antes de
inventar la necesidad de la “paz” para vivir en sociedades y conjuntamente.
Dicho tratado conlleva la ficción y fijación de la verdad, designación de todas
las cosas aceptables y uniformemente válidas y obligatorias, proporcionando el
poder legislativo del lenguaje (instrumento de conservación) las primeras leyes
regulativas de la verdad, estableciendo así el origen del contraste entre
verdad y mentira.
El
mentiroso, no dice una mentira ontológica, sino que abusa de las convenciones,
es decir, dice ser rico, cuando su estado de cosas materialmente le corresponde
describirse como pobre; en definitiva el mentiroso invierte y pervierte los
usos, las palabras y los nombres. Tan fuerte es el arraigo de la verdad, que
los individuos de una sociedad temen las consecuencias de la mentira, pero no
al propio mentiroso, temen ser apartados y expulsados, temen ser marginados si
engañan, no porque la mentira sea un desajuste con la realidad, sino porque
violenta las convenciones y con ello el pacto de “paz”. Los hombres de la
sociedad pues, sólo desean la verdad en la medida en que conservan la vida, no
por ella misma, por su valor intrínseco u ontológico. La palabra es la
reproducción en sonidos articulados de un estímulo nervioso; con el lenguaje no
se llega a la verdad, ni a designar las cosas, sino que las palabras designan
la relación de las cosas con los hombres, humanizamos las cosas y las adaptamos
a la morfología antropomórfica, pero no conocemos “las cosas en sí”, usamos metáforas – es decir, Nietzsche asimila
lenguaje y metáfora – para referirnos a las cosas y extrapolamos estímulos
nerviosos en imágenes (signos lingüísticos) y las imágenes en sonidos
articulados, para conformar buenas metáforas (antropomórficas) para referirnos
a la superficie de las cosas, pero no a “las
cosas en sí”. No hablamos sobre las cosas, sino que toda referencia a ellas
es una referencia a una metáfora que la disfraza y en vuelve, que se refiere a
cosas para que nosotros podamos hablar de ellas. Así pues, hablando sobre las
cosas o la realidad estamos hablando del lenguaje con el lenguaje, es una auto-referencia
del lenguaje sobre sí mismo y sus capacidades, como la de hacer metáforas; no
alcanzamos pues salir de nuestro lenguaje, no hay nada accesible fuera de él,
no podemos conocer las “esencias mismas de las cosas”.
La
palabra –entendida como: recuerdo, instinto, estímulo etc. - debe servir para
lo particular y concreto, para lo singular e individualizador, pero se
transforma en concepto e idea universal para toda experiencia posible,
trabajando así el concepto como igualador de lo desigual, abandonando las
diferencias de las cosas semejantes; formando así arquetipos, estereotipos, una
suerte de ideas platónicas que no existen en la naturaleza real. Por ejemplo,
no sabemos nada de la “honestidad” pero si de distintas acciones honestas por
parte de ciertos hombres, ocultando con la palabra honestidad los verdaderos
actos honestos particulares oprimidos por el universal que aplasta la
diferencia, hace simétrico lo asimétrico e igual lo desigual. La naturaleza
pues, no comprende de conceptos y formas (ideas), sino que tan solo comprende
particulares indefinibles.
Por
lo tanto la verdad es un ejercicio móvil de metáforas, antropomorfismos, metonimias
que repetidos sus usos y significados, adornados poéticamente y retóricamente,
se establecen y permanecen fijas y canónicas como obligatorias; convirtiendo
las “verdades” en ilusiones y ficciones que se ha olvidado que lo son. El
hombre se olvida de su situación de engaño por su intelecto, se olvida de que
la verdad es una ilusión, un velo lingüístico, una gran metáfora y miente
convencionalmente, borreguilmente como hábito, de ahí, en virtud de ese olvido,
adquiere el sentimiento de la verdad. Creamos así un mundo, en que solo
conocemos las regularidades (leyes naturales) por sus efectos en sus relaciones
con otras leyes naturales, conocidas como suma de relaciones, y solo conocemos
de ellas lo que nosotros aportamos (espacio/tiempo: relaciones de sucesión,
números etc) en ellas, es decir, buscamos lo que previamente hemos introducido
y escondido nosotros; como si escondiéramos algún objeto, - sea un libro – y
luego exclamásemos que lo hemos perdido y no sabemos donde esta, y empezáramos
a buscarlo siguiendo pistas, hechos empíricos e investigáramos interrogando a
la naturaleza haciéndola humana, o artificio humano (maquinándola).
Así
pues, todo lo concebimos bajo el umbral de los conceptos y el lenguaje, siendo
el mundo conceptual como una catedral de telaraña, lo suficientemente fina para
ser llevada por las olas, y lo necesariamente firme para no ser desgarrada por
el viento. Entiende Nietzsche los conceptos como las necrópolis de la
intuición, ordenadores de un mundo empírico antropomórfico del que no conocemos
su esencia, sino solamente bajo las formas y giros de nuestro lenguaje, bajo
las metáforas y el arte de nuestro engaño; como si fuera una mascarada de los
dioses.
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