LA MUJER DEL ANDÉN
Sentada esperando las
horas pasar, como si no hubiera tiempo en el mundo, ni noche ni día, ni luz ni
sombras, ni frío ni calor, veíase una mujer reposando su silueta en un frío
banco de piedra conglomerado.
Parecía una mujer
rota como un jarrón en mil pedazos, parecía una mujer de huesos de cristal,
parecía descomponerse como los cuerpos que no quieren vivir, que han negado la
entrada a la esperanza y la ilusión, parecía dibujar un tímida sonrisa entre el
mal de sangre y la aceptación de la desventura, parecía mirar al infinito más
oscuro y compacto, denso y sombrío imaginable.
Su sombra caía
desvanecida, vencida por la pesadez de su tristeza, se dibujaba en sus ojos la
representación carnal de gritos de dolor, su piel caliente y rosada, su color
blanquecino leche y su pelo vertiginosamente rizado producía la común
desolación en el hombre.
Perdida, parecía
respirar por rutina, vivir por obligación, esperar por contrato un tren que
nunca viene en una estación perdida, vivida antaño pero muerta hoy, de un
pueblo sin vías.
Esperaba no sabe que,
para no sabe cuando, sin saber muy bien por qué, pero algo empuja a esperar, a
moverse sin cesar aunque sea en el más absoluto quietismo.
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