jueves, 31 de enero de 2019

Marginalia Fuertes

Termino de leer Historia de Gloria, de la Fuertes, y no quiero escribir ordenadamente, pausadamente ni críticamente sobre ella. Lo hago por ella, por su bien y por el mío. Y porque su fuerza poética que es personal y su potencial biográfico, una mujer que amó tanto a hombres como a mujeres en los tiempos del odio, los del nacionalcatolicismo español, su singular voz rota a pedazos por la bebida y el desamor, me impiden destrozar su escritura de una manera técnica. Me gusta más Fuertes como fenómeno que como escritora: su precaria pero expresiva literatura, su impresionante vidaobra. Decido reproducir algunas de las notas que he ido tomando en los generosos márgenes del libro, donde su voz se mezcla con la mía, indistinguibles, en una muestra inequívoca de cariño y justicia:

Su madre, su familia, le quitaban violentamente los libros y los lápices de las manos y le ponían, según el culto a la limpieza, escobas, trapos, y pastillas de jabón; la dulce clase obrera. (Y nadie huele a nada)  

"me canso de escribir" Yo también, y para nada.

nos exige(n) un amor y una fascinación inhumanas... "Pero tú no eres el mar", como si ella misma se respondiera.

"amaros los unos a los otros" No se puede amar por mandato, le digo. Lo sé bien.

"lo más deseado le llega tarde" ¿Acaso no es todo tardío todo cuanto llega? Incluso puede no llegar nunca.

"perder el tiempo, dando vueltas a un pensamiento, a un tío vivo, a una amiga muerta", nada vale lo mismo.

" el hecho de vivir es irse yendo", y esto lo escribió, seguro, como yo escribía en el verano de la fundamental melancolía, 2018, contando las palabras chupando los dedos de mi mano tocando letra a letra la espalda de la muchacha; "Y no acariciar bastante la vida en vano."

"siete pisos francos llenos de amigos y latas de conserva (...) robó en la chabola lunares de sangre del último aborto", cómo alguien pude creer en la soledad?
 
"será de azúcar la arena"... en otra vida menos perra.
 
Madrid, Barcelona, no son mi ciudad, ni mi tierra, son "mi cemento".
 
"tengo miedo de morir sin haber amado bastante", sin haber amado, sin que te hayan amado, en fin, el miedo, pero esto es escribir "como poetas con sangre en la boca", dice. Vamos! poca cosa.
 
"¿donde te duele , Gloria?, - A mí me duele en la mismísima vida."
 
"del 36 al 39, yo estaba sana, pero el hombre y el hambre me dolían todos los días" y así se vive para siempre "con la sonrisa rota de una pedrada" y metralla en la cadera.
 
"aún rizan el cabello de mis hijos en el vientre de mi mujer"... de costumbres, África, tiempo, negros, liebres y libres. "A veces pienso si el negro va de luto como si Dios se hubiera muerto con él."
 
"hay que hablar poco y decir mucho, hay que hacer mucho y que nos parezca poco: arrancar el gatillo de las armas, por ejemplo."
 
"las ilusiones tienen más espinas que la realidad" y ahí reside toda mi crítica al exceso de la ficción en el mundo. "Y sé lo que da de sí un no".
 
"¡es difícil ser feliz una tarde! (...) ¿somos ahora algo?"

"¿cómo se abraza otro cuerpo?", sobre todo si es de alguien tan próximo que conoces su abismo de soledad: su mayor tortura y su mayor placer... "whisky con leche"  para empezar.

"la normalidad es una locura controlada", de un azul relativo.

"Dios, ¿Dónde estoy?, Dios ¿Dónde estás?" (...) "no se puede conocer lo que se ama."

en ese lugar los niños "no corren para jugar, sino para no ser alcanzados por las balas." Cuando la vida es un campo de guerra, un alocado correr hacia la nada.






miércoles, 30 de enero de 2019

Se lo dije...

Se lo dije, hace poco. Querida, he conocido la vacuidad. Y es horrible. Casi caigo desplomado en sus brazos, como tantas otras veces, buscando consuelo, buscando la playa. Hoy, una vez más, descubro el crucial desprecio en lo personal, la sutil y elegante degradación humana, a la que conducen estas fenomenales historias de egoísmo contemporáneo; aceptación sorprendente y atroz del individualismo más radical e indiferente de nuestras atomizadas sociedades, un solipsismo político económico al que no me hago. Hoy no me tocaba, pero necesitaba despejar mi cabeza, embozada. Salgo de la ducha con los ojos rojos de vapor y un vaho cristalino que empaña el espejo del baño lo dificulta todo mucho: mirando, no logro distinguir mis lágrimas de las gotas de agua, el reflejo de la luz y el dolor se mezclan. Es la estupidez, incluso mi propia estupidez, la que me destruirá, puedo asegurarlo.

domingo, 27 de enero de 2019

Autoetnografía, una vida insumisa

Valeria me envía su tesis doctoral (tesis de Ana Valeria de Ormaechea Otalora, titulada: Los procesos formativos en los momentos de autoorganización colectiva. Cartografía de una experiencia.)  Llegó el domingo a la bandeja de mi correo electrónico. Se la pedí unos días antes frente a una taza de café caliente, en esa cocina comedor tan encantadora e íntima. La impresionante emoción que me causó su memoria y la politización de su (mi) malestar todavía duran. Leí el documento el miércoles de madrugada, cuando la noche la llevaba dentro y me tocaba cruzarla incluso de día; unas sombras que no se queman con la luz. Desde el verano tengo una fuerza insólita, soporto muy bien estar al borde del llanto permanente; tengo un aspecto estupendo, aunque en ocasiones mi cabeza y mi cuerpo desaparecen, arrasados, hasta el punto que dejé de escribir mis notas, lo que más me sujeta a la vida, y estaba roto. Me quedé en la introducción, el Desde qué lugar escribo, cumpliendo con una sostenida convicción que mantengo desde hace tiempo: el que escribe y piensa debe revelarse ante los demás y no esconderse detrás del texto; la máxima exhibición del yo (un yo que somos muchos) es la mayor garantía de objetividad. Valeria lo cumple, y me asombro ante su Autoetnografía, esa vida, su vida, insumisa, enorme, portentosa, se lo digo y no termina de creerme, pero su vida es una inmensidad. El texto es un grito, un golpe, un puñetazo en el estómago de cualquiera; esta memoria nos habla de alguien que asumió y pagó un precio elevado por la libertad y por mantener una insólita sensibilidad protegida del embrutecimiento y degradación del mundo. Ha construido una vida política, una vida feliz. La que, de tener coraje, todos desearíamos. Debo callarme. Ahora que solo hable Valeria, una vida política:    
 
<< ¿Desde qué lugar escribo?
 
Mientras escribo, ordeno la acumulación del trabajo hecho hasta ahora; la exigencia
que supone la escritura de una tesis que espero sirva a alguien más. Encuentro dos
notas: nota 1. “recordar: si lo personal es político, lo político ha de ser personal”.
Nota 2: (...) todavía me duraba la resaca de la inmigración, como madre y mujer ocupada en la urgencia de la subsistencia. Por eso necesité la etnografía. Por eso duró tan poco. ¿Acaso a esto le podríamos llamar autoetnografía...?”
En este esfuerzo por ordenar el trabajo hecho transito sensaciones y recuerdos por pasarelas que unen el aquí y el allá en un tiempo que no es lineal. En el intento de nombrar paso sin darme cuenta de la primera persona del singular a la primera del plural. Deseos que se renuevan y resignifican en tiempos y lugares distintos: el deseo de saber decir el mundo de alguna manera, precaria, tentativa; por momentos nada racional, más propio de aquello que se iguala a la barbarie. Deseo y hacer, siempre estuvieron presentes aquí y allá, aunque con distintas intensidades; el no querer vivir una vida sumisa, aunque en muchos momentos algo parecido a eso fuera táctica vital de subsistencia.
 Cuando llegué a Cataluña el uso de los verbos ir y venir me desconcertaba.
 
Vinc refiere a ir, a ese lugar en el que no estoy pero al que me dirijo (allá, donde está
otro).
 
Transito para encontrarnos en aquel lugar donde ya no estoy.
 
En ese movimiento no puedo dejar de pensar en el lugar del que nunca me fui.
 
Vaig. Voy hacia aquel lugar donde no estoy, donde no estamos aún, tal vez allí nos encontremos. Espacio-tiempo aun no habitado que dibuja un trayecto, al mismo tiempo que delinea un aquí y ahora. Cruzo una distancia prudencial en una acción que empieza a verificarse. En ese tránsito vamos siendo. Va anocheciendo.
Si el ir indica un desplazamiento incierto, la vuelta necesita reconocer el camino.
Aunque ya no esté busco las huellas, algún indicio reconocible que me sitúe en esa intención de volver.
 
Perderse es una posibilidad.
 
Y en ese trayecto fuimos siendo porque nos reconocimos.
 
—Doña Fermina, no tenga miedo, por hablar “lenguas” la lengua no se le pondrá dura.
 
Recuerdo un día que visitamos a la familia de Doña Fermina, ahí en la enramada cerquita del médano tomamos unos mates, estaba su hija que había ido a visitarla del pueblo. Cada vez que a Fermina le salía alguna palabra en ranquel (Ranquel o rankülche o ragkülche, lengua del pueblo ranquel asentado en la zona del oeste pampeano luego del sistemático desplazamiento al que fueron forzados. Esta anécdota corresponde a la visita a la casa de la tejedora Fermina en Colonia Emilio Mitre, La Pampa, Argentina 1990.) la hija, entre risitas tímidas, le decía bajito que se le iba a poner dura la lengua si hablaba así.
 
Nunca he vivido el hablar catalán como una imposición, es la lengua que hablan mis hijas, estar acá es también aprender a nombrar el mundo de nuevo y eso me gusta.
Una lengua prohibida, una lengua impuesta… depende del aquí y del allá, depende de dónde estemos….
 
Respondo a la pregunta: ¿desde qué lugar escribo? Sin duda, desde mi maternidad joven. Desde la migración que me marcó en el esfuerzo de arrancarle a este sitio un lugar propio, no íntimo. Primero, la reconstrucción de lazos afectivos, las primeras amistades con las que intercambiamos trabajos de subsistencia, formas de organizarnos para llevar nuestros hijxs a la escuela o a sus otras actividades en un lugar donde no había redes familiares ni los amigos de siempre. Los recién llegados nos recuperábamos y reconocíamos en las juntadas para comer arepas, ají de gallina o asados. Sentí en esos primeros años que lo había perdido todo, que todo lo que había (sido) se movía de lugar, me di cuenta de que pocas cosas había tenido, o que por lo menos eran prescindibles. Como la tercera pierna inútil de G.H. (G.H. es la protagonista de la novela “La pasión según G.H.” Clarice Lispector, 2000.) que siempre está presente.
 
G.H. tiene una tercera pierna, inútil pero que siempre había estado allí. Imposible vivir sin ella, hasta que un día ya no está. Toda estabilidad se pierde, el mundo sigue intacto mientras todo es desorden. El equilibrio precario que me había sostenido era lo único que conocía, por eso se había hecho firmeza. Sí. Escribo desde el privilegio de esta habitación luminosa y bien calefaccionada, donde se amontonan libros; en esta casa que hicimos nuestra. ¿Masovería urbana...? No sé, un nombre nuevo para tratos muy viejos. Desde hace ya muchos años tengo un documento que dice que soy Precarista, en esta casa nuestra. Sí, luminosa y calefaccionada, no contaremos en las estadísticas de la “pobreza energética”. Igual nunca estamos en las estadísticas. No, tampoco somos víctimas.
 
Ayer, mientras intentaba escribir, escuché gritos que venían de la calle, me asomé al balcón y un hombre demasiado abrigado para el día soleado que era gritaba. Se paró en mitad de la calle, dejó el bolso que llevaba en el asfalto tibio mientras voceaba casi llorando: “¡Fascistas! ¡Sois todos unos fascistas! ¿¡Por qué les molesta que duerma en el cajero!? ¿¡Acaso es vuestro!? ¡Fascistas de mierda...!! El vecino de enfrente también se había asomado, hizo un gesto de asombro, rápidamente ese gesto se transformó en desprecio y cerró la ventana. El hombre cogió el bolso y siguió por calle Martí, gritando, hasta perderse en el barrio de las plazas y las terrazas.
 
Entre el 80 y el 90 La Pampa era un lugar donde costaba moverse, pesado, poco claro a pesar del cielo límpido de otoño. Pero el desierto no se hace solo, lo hicieron.
El médano nunca es totalmente un desierto, se hace cuando le arrancan sus habitantes. La ocupación del territorio no solo se había llevado lo, mal o bien llamado, originario; nos había negado hasta su posibilidad esencialista y folcklorizante, nos había vaciado casi por completo. Después vinieron los militares, la tierra se hizo más árida.
La España a la que llegué no era muy distinta a la Argentina de los 90. El lenguaje neoliberal lo atravesaba todo mientras intentaba flexibilizar nuestros cuerpos y gobernar nuestras almas. España ya se sentía plenamente europea.
El recuerdo me trae una imagen: la ciénaga y el chimango.
La ciénaga es un lugar quieto y a veces también espeso. Allí la vida familiar se partió muy pronto, la muerte, las cartas desde la cárcel del Chaco a las que le siguió el exilio político en el 75, el económico en el 2001. Una madre que había decidido asumir su afectividad en el desierto, vivir una vida que se le exigía partida. Partida, no doble. El amor, el afecto, la sexualidad si no son normativizados no son compatibles con la crianza, sobre todo en aquel tiempo imposible. Otra vez solos. Su soledad también fue la nuestra. Sin embargo, crecimos con privilegios, no nos privaron de nada.
Así, la vida fue trazando el camino, primero Humahuaca, cerquita de la frontera con Bolivia. Allí encontré los lazos, la fiesta común, el hermanamiento. A veces creo que nunca me fui de ese valle. En Yacanto de Calamuchita las redes de apoyo para combatir la vida privatizada. La Pampa, de vuelta a casa, pero… ¿Dónde están todos?
 
Como el chimango, siempre le he robado tiempo a los trabajos de subsistencia para hacer otras cosas, esas otras cosas fueron fundamentalmente estudiar porque creía que era algo pendiente, casi como si las posibilidades de-pendieran solo de mi (de un nosotros raquítico y privatizado). Otra vez a punto estuve de creerlo. Pero nos resistimos. Quisimos vivir otra vida fuera de la imposición normalizante y ahí nos despojaron, nos quedamos heridos, balbuceantes. Solos, culpables por un rato.
En Cataluña la tercera pata ya no está. Hay que aprender a caminar de nuevo. El juego de equilibrios se hace danza cuando en un acto consciente cruzamos la investigación con la vida. >>

miércoles, 9 de enero de 2019

Primeros días de 2019

Saber, y constatar en los primeros días de 2019, que los demás, casi todos los que me rodean, viven una vida que no se detiene abruptamente, mórbidamente, cuando reflexionan, ni se atasca y paraliza por el pensamiento, la evocación o la obsesiva y excesiva melancolía, no de las cosas que hemos vivido en el pasado y quisiéramos volver a repetir, cosa que no deseo, sino del tiempo en si mismo, el tiempo perdido, del consumo del tiempo irrecuperable, sin duda me hace frágil y vulnerable ante mí mismo. La imposibilidad de levantar la propia vida y la de (algunos de) los otros, acercarme o acercarlos, y asumir las pérdidas, ha sido este último año una de sus principales y demoledoras características. En su preciosa y antigua casa de 1900, V. dijo que lo más agobiante de las sociedades capitalistas es tener que poner sistemáticamente, y por cualquier nimiedad y pequeñez, la vida en juego, tener que movilizarla para todo. Y así es. ¿Habrá que aprender a adaptarse, porque no quiero romperme? Lo estuvimos analizando, C. y yo, en la playa, y no, no hay que aprender a pactar con la infamia de una vida, si se rompe, se rompe, ese es el precio a pagar.       

sábado, 22 de diciembre de 2018

El radio infinito de la injusticia... ¿y del amor?

Una cita de Antonio Machado que aparece en el Cuaderno de Sarajevo de Juan Goytisolo: "La brevedad del camino en nada amengua el radio infinito de la injusticia". Son las matanzas, pogromos, campos de muerte, violaciones, refinamientos de la crueldad, el exterminio de la limpieza étnica y la purificación racial. Son los chetniks, ultranacionalistas serbios, con sus cálidos e iluminados rostros por los rayos de sol que se filtran entre los escombros de piedra y los esqueletos de hierro fundido de la ruinosa ciudad bombardeada, anotando cruces en su libreta, una, dos, tres, piezas asesinadas, cazadas, y, al lado, el dinero extra que supone para su salario ordinario una cabeza de mujer y una de niño degolladas para entretenerse jugando a la pelota con ellas, o aplastadas como orugas por la cremallera de los tanques. El radio infinito del dolor, la violencia, el odio y la nada son los componentes del genocidio. En un pequeño detalle se cifra toda la maldad humana en su terrible impunidad y eternidad: una madre bosnia tendida en el suelo con su hijo al lado, denunciados por sus propios vecinos serbios, forzada a meter el cañón de una pistola cargada en la boca del niño mientras los hinchan a puñetazos y patadas con la sádica intención de que con el movimiento se detone el arma, que se disparase y volase la inocencia de la criatura. Me inquieta el abismo metafísico que se abre en ese instante para su imposible comprensión, su irreductibilidad criminal. Lo comparo, quizá estúpidamente, con otro instante antagónico producido en el mismo tiempo y lugar de guerra: el hospital de kosovo, amplio y moderno, en su sombría situación, sin agua, sin electricidad, sin medicamentos, instalaciones destruidas, extenuación y saturación humana, se ven obligados a operar de día en los pasillos más expuestos al fuego enemigo a fin de aprovechar la luz de las ventanas, frente a los grandes ventanales rotos donde se dirigen las miradas y la ira de los francotiradores, disparando a médicos, reventando enfermeras y enfermos moribundos. Y sí, esa gente que se jugaba la vida por curar ¡en plena guerra!, sin alimentos, sin escapatoria, sin su vida, sin pasado, sin muchos de sus familiares y amigos, todavía aspiraban con sus gestos y sus acciones a la moralidad y a rehabilitar el amor. La realidad es durísima, brutal, insoportable. ¿Esas enfermeras y médicos eran el radio infinito del amor que yo necesitaba completar en el hueco que dejaba el sintagma de Machado? Sí, yo lo necesitaba. Pero muerte. Sabemos que el amor vive, ordinariamente y excepcionalmente, de sus impurezas, imperfecciones, de sus contradicciones, y sus zonas oscuras, sin embargo el mal, la muerte, el dolor de la guerra, sólo vive en plenitud, en su total y extrema coherencia, su radical perfección sin impurezas, en armonía. No consigo quitarme esa sarna, como si el mal fuera absoluto y el amor relativo, el dolor fuerte e insustituible y la ternura débil e intercambiable. Yo mismo tengo en mi conciencia una asamblea estruendosa de voces plurales: sí, sí, dices que el radio del amor es infinito como el de la injusticia, ¿pero finalmente que queda de modo resolutivo y fáctico? Exactamente, la devastación. Cierto: el radio infinito de la injusticia, el radio finito del amor.

miércoles, 12 de diciembre de 2018

Niñas de cartón

Uno siempre trata de encapsular en la escritura pequeñas dosis de incomodidad, como si en cada intento de embellecimiento de la realidad un pequeño punto ácido, de insatisfacción y malestar, no dejara disfrutar totalmente de la placidez y afabilidad de la letra en blanco y negro; como si el consuelo de la literatura estuviera en plausible y perpetuo peligro de derrumbamiento por la vida, y sus rotundos intentos de sabotaje. Algo así me ha pasado durante mis paseos diarios por los amplios y descuidados jardines de un barrio obrero; allí encuentro una apertura absoluta de horizontes y una pueril promesa de habitabilidad, a la vez que objetos y acontecimientos inquietantes, repentinos, inesperados, como en un rastro, un zoco, una trapería, que revelan una contumaz certidumbre: no existe la plenitud, a toda luz le corresponden sus sombras. Es sabido que corro arriba y abajo tras los perros que huyen para morderles el trasero, que busco soplar a los ojos a todo aquel que se cruza en mi camino, con sus caras hinchadas y dormidas; pero muchas veces, y placenteras, estoy solo, agotando los bordes y el límite de los caminos de barro, lodo y piedras que atravieso, hasta que los termino todos, y contabilizo todas las ratas mojadas y asustadas que se esconden en sus agujeros, todas las palomas decapitadas por las altas ramas de los árboles en días de vuelo con tormenta; reventadas, desplomadas, aplastadas contra el suelo y devoradas implacablemente por gusanos hambrientos y una organizada red de hormigas de culo morado.

El otro día, en una de esas tardes solitarias encontré entre arbustos, tímidas laderas y conos de arena, unas niñas de cartón pegadas en el tronco de los árboles. Eran cinco cartones ya blandos por la humedad, la tierra mojada ennegrecía los pies y las faldas de las niñas, pintorreadas ellas con colores discretos y cálidos que en su momento fueron vivos pero que ahora se veían apagados, pálidos, frente al verde intenso de las hojas cargadas de lluvia. Cartulinas recortadas en forma de inocentes niñas felices y sonrientes dándose la mano, y con sus típicos nombres en letras de palo clavados en el pecho. Sus ojos, dos puntos negros que daban al rostro de todas ellas una extraña impronta ahumada, como si estuvieran viendo, y tomando, siete soles rojos. Pasé varias veces por delante suyo y su alucinante mirada perturbadora; sucias y movidas ligeramente por el viento, dado el inestable esparadrapo que las sujetaba a la madera, parecían indiferentes ante cualquier estado de las cosas y olor del mundo. Supe rápidamente que tenía que escribir sobre ello por la enorme impresión que me causaron. Sólo pensaba en escribirlas. Escribirlas bien. Tenía curiosidad por saber su origen y finalidad, su producción. Había visto en programas de televisión nacional cómo ponían en los bosques donde rodaban dianas de uso policial con morfología humana para que el graciosillo de turno, el entronado bufón regional, disparará armas de fuego contra ellos; el resultado era la careta de un monarca, un político o un periodista cosida a balazos, triturada por la furia de la banalidad y el localismo. Pensé que mis niñas también podrían ser dianas de algún juego macabro de cuatro adolescentes aburridos con largas historias de violencia a sus espaldas, buscando fabricar solventes productos del infierno para acosar a sus víctimas; o un modo irónico de amenazar al enemigo con una señal de depredación sexual reprimida disfrazada de candidez, un modo de marcar el territorio con la inocente representación del tabú. Enfermizo me parecía todo aquello. Podrían ser también una lúdica actividad educativa de los centros escolares cercanos; pero eran demasiado pocas muñequitas colgadas como para entretener las horas, y su presencia era demasiado sombría. O el pasatiempos de una madre con sus hijas un domingo cualquiera. O el ritual desfasado de unos pirómanos satánicos que esperan las sombras y la oscuridad para encender la noche. O mi propia exageración del asunto. ¡Pero era tan real la renovada impresión del bosque! La nueva presencia misteriosa no humanizaba de manera insólita la naturaleza, sino que trasmitía el inusual sentimiento de miedo a la paz, aquella paz efímera que todos sabemos que antecede a una era criminal. Su tremenda simplicidad y sencillez ocultan un campo insondable e infinito de sugerencias simbólicas y propuestas poéticas: el abandono, el mundo perdido e irrecuperable de la infancia, el fetichismo, el no-lugar. Encierran que lo impensable no está allí, sino aquí, en nosotros mismos, porque esas figuritas inmóviles e impertérritas no son más que el siniestro reflejo de un aspecto de nosotros mismos, que al exteriorizarlo, no reconocemos. Y articulan una constelación de metáforas políticas inabordables: alienación, enajenación, explotación, una fuerza  totémica apagada, un cuerpo esclavo sin vida, el silencio y la presencia mortecina de las tumbas de un genocidio infantil, etc. Las contemplé, y miré con ellas los siete soles rojos.

martes, 11 de diciembre de 2018

Fiebre y escritura

Ayer escribí desde el hospital. Intervenían a mi padre en una sencilla operación sin ingreso. Durante las aproximadamente 11 horas que estuvimos entre trámites burocráticos y digestivos, horas muertas en salas de espera y pasillos, cafés ante el gran ventanal reflejando las luces imparables de la calle, y recuperación del paciente, intenté leer unos artículos de Eric Kandel sobre neurociencia amor y memoria, y escribir unas notas sencillas sobre la culpa, el castigo y el libre albedrío; salió lo que salió. Sometido a una fiebre elevada y unos sudores fríos que hasta hoy mismo me duran. Ahora, escribiendo esto, fiebre. Leer y escribir ante el blanco del hospital, la luz intensa y casi azul de sus salas, el ajetreo continuado y organizado de pacientes, familiares y profesionales sanitarios, y la sobrecogedora excitación por una de las enfermeras, es sin duda una prueba a la capacidad intelectual de cualquiera, además de una prueba física y psicológica incuestionable. El día terminó con un paciente perfectamente saneado y unos acompañantes cansados, agotados, saturados, con las cabezas embotadas: la incómoda pero curiosa sensación de vivir y andar por el mundo con la cabeza sumergida en el agua. Las notas concluyeron cerca de las 19:00h; la excitación por ese hermoso rostro no concluyó en toda la noche. De las dificultades que imponían el blanco y la fiebre de ayer, y los cuidados de mi padre y la fiebre de hoy, deduje algo importante: en el conocimiento y la reflexión es tan importante la concentración y la atención como lo son la confianza y la seguridad en el amor. ¡Y en ambos crucial, el tiempo! La fiebre hace imposible la concentración, pero mi necesidad de escribir algo y su ejecución ágil, simple y desacomplejada, me ha despejado y atemperado la mente. Escribo para resistir el calor de la fiebre y secar el sudor frío.