miércoles, 12 de diciembre de 2018

Niñas de cartón

Uno siempre trata de encapsular en la escritura pequeñas dosis de incomodidad, como si en cada intento de embellecimiento de la realidad un pequeño punto ácido, de insatisfacción y malestar, no dejara disfrutar totalmente de la placidez y afabilidad de la letra en blanco y negro; como si el consuelo de la literatura estuviera en plausible y perpetuo peligro de derrumbamiento por la vida, y sus rotundos intentos de sabotaje. Algo así me ha pasado durante mis paseos diarios por los amplios y descuidados jardines de un barrio obrero; allí encuentro una apertura absoluta de horizontes y una pueril promesa de habitabilidad, a la vez que objetos y acontecimientos inquietantes, repentinos, inesperados, como en un rastro, un zoco, una trapería, que revelan una contumaz certidumbre: no existe la plenitud, a toda luz le corresponden sus sombras. Es sabido que corro arriba y abajo tras los perros que huyen para morderles el trasero, que busco soplar a los ojos a todo aquel que se cruza en mi camino, con sus caras hinchadas y dormidas; pero muchas veces, y placenteras, estoy solo, agotando los bordes y el límite de los caminos de barro, lodo y piedras que atravieso, hasta que los termino todos, y contabilizo todas las ratas mojadas y asustadas que se esconden en sus agujeros, todas las palomas decapitadas por las altas ramas de los árboles en días de vuelo con tormenta; reventadas, desplomadas, aplastadas contra el suelo y devoradas implacablemente por gusanos hambrientos y una organizada red de hormigas de culo morado.

El otro día, en una de esas tardes solitarias encontré entre arbustos, tímidas laderas y conos de arena, unas niñas de cartón pegadas en el tronco de los árboles. Eran cinco cartones ya blandos por la humedad, la tierra mojada ennegrecía los pies y las faldas de las niñas, pintorreadas ellas con colores discretos y cálidos que en su momento fueron vivos pero que ahora se veían apagados, pálidos, frente al verde intenso de las hojas cargadas de lluvia. Cartulinas recortadas en forma de inocentes niñas felices y sonrientes dándose la mano, y con sus típicos nombres en letras de palo clavados en el pecho. Sus ojos, dos puntos negros que daban al rostro de todas ellas una extraña impronta ahumada, como si estuvieran viendo, y tomando, siete soles rojos. Pasé varias veces por delante suyo y su alucinante mirada perturbadora; sucias y movidas ligeramente por el viento, dado el inestable esparadrapo que las sujetaba a la madera, parecían indiferentes ante cualquier estado de las cosas y olor del mundo. Supe rápidamente que tenía que escribir sobre ello por la enorme impresión que me causaron. Sólo pensaba en escribirlas. Escribirlas bien. Tenía curiosidad por saber su origen y finalidad, su producción. Había visto en programas de televisión nacional cómo ponían en los bosques donde rodaban dianas de uso policial con morfología humana para que el graciosillo de turno, el entronado bufón regional, disparará armas de fuego contra ellos; el resultado era la careta de un monarca, un político o un periodista cosida a balazos, triturada por la furia de la banalidad y el localismo. Pensé que mis niñas también podrían ser dianas de algún juego macabro de cuatro adolescentes aburridos con largas historias de violencia a sus espaldas, buscando fabricar solventes productos del infierno para acosar a sus víctimas; o un modo irónico de amenazar al enemigo con una señal de depredación sexual reprimida disfrazada de candidez, un modo de marcar el territorio con la inocente representación del tabú. Enfermizo me parecía todo aquello. Podrían ser también una lúdica actividad educativa de los centros escolares cercanos; pero eran demasiado pocas muñequitas colgadas como para entretener las horas, y su presencia era demasiado sombría. O el pasatiempos de una madre con sus hijas un domingo cualquiera. O el ritual desfasado de unos pirómanos satánicos que esperan las sombras y la oscuridad para encender la noche. O mi propia exageración del asunto. ¡Pero era tan real la renovada impresión del bosque! La nueva presencia misteriosa no humanizaba de manera insólita la naturaleza, sino que trasmitía el inusual sentimiento de miedo a la paz, aquella paz efímera que todos sabemos que antecede a una era criminal. Su tremenda simplicidad y sencillez ocultan un campo insondable e infinito de sugerencias simbólicas y propuestas poéticas: el abandono, el mundo perdido e irrecuperable de la infancia, el fetichismo, el no-lugar. Encierran que lo impensable no está allí, sino aquí, en nosotros mismos, porque esas figuritas inmóviles e impertérritas no son más que el siniestro reflejo de un aspecto de nosotros mismos, que al exteriorizarlo, no reconocemos. Y articulan una constelación de metáforas políticas inabordables: alienación, enajenación, explotación, una fuerza  totémica apagada, un cuerpo esclavo sin vida, el silencio y la presencia mortecina de las tumbas de un genocidio infantil, etc. Las contemplé, y miré con ellas los siete soles rojos.

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