martes, 11 de diciembre de 2018

Fiebre y escritura

Ayer escribí desde el hospital. Intervenían a mi padre en una sencilla operación sin ingreso. Durante las aproximadamente 11 horas que estuvimos entre trámites burocráticos y digestivos, horas muertas en salas de espera y pasillos, cafés ante el gran ventanal reflejando las luces imparables de la calle, y recuperación del paciente, intenté leer unos artículos de Eric Kandel sobre neurociencia amor y memoria, y escribir unas notas sencillas sobre la culpa, el castigo y el libre albedrío; salió lo que salió. Sometido a una fiebre elevada y unos sudores fríos que hasta hoy mismo me duran. Ahora, escribiendo esto, fiebre. Leer y escribir ante el blanco del hospital, la luz intensa y casi azul de sus salas, el ajetreo continuado y organizado de pacientes, familiares y profesionales sanitarios, y la sobrecogedora excitación por una de las enfermeras, es sin duda una prueba a la capacidad intelectual de cualquiera, además de una prueba física y psicológica incuestionable. El día terminó con un paciente perfectamente saneado y unos acompañantes cansados, agotados, saturados, con las cabezas embotadas: la incómoda pero curiosa sensación de vivir y andar por el mundo con la cabeza sumergida en el agua. Las notas concluyeron cerca de las 19:00h; la excitación por ese hermoso rostro no concluyó en toda la noche. De las dificultades que imponían el blanco y la fiebre de ayer, y los cuidados de mi padre y la fiebre de hoy, deduje algo importante: en el conocimiento y la reflexión es tan importante la concentración y la atención como lo son la confianza y la seguridad en el amor. ¡Y en ambos crucial, el tiempo! La fiebre hace imposible la concentración, pero mi necesidad de escribir algo y su ejecución ágil, simple y desacomplejada, me ha despejado y atemperado la mente. Escribo para resistir el calor de la fiebre y secar el sudor frío.

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