sábado, 30 de marzo de 2019

Página 87

Desde una emocionante coincidencia que me vincula con otros:

Estoy leyendo desde hace unos días el durísimo, bello, poético, crítico, radical, absorbente, obsesivo, y quizá excesivo, libro de Santiago López Petit, El gesto absoluto. El caso Pablo Molano: una muerte política. En la página 87, arriba, dos líneas sobre fondo blanco y vacío, y tras preguntarse si ¿mi vida es mi vida? (No) se escribe: Pablo vivía en el alambre. No podía tener ni una vida fácil, ni un amor tranquilo, ni tampoco una muerte reposada. 

Muchos colgando del alambre.

El alambre nos atrae mortalmente como imagen poética, lo apreciamos como metáfora y concepto, mientras saboreamos dolorosamente su hierro, el hierro de una vida atrapada y apresada sobre sí misma. Hace cosa de un mes escribí algo sobre la vida en el alambre: Es la vida en el alambre, pensaba... porque nadie se ha escapado ni se escapará jamás (...) somos así, es así, hay que ver el hierro. Y aceptar la extraordinaria alegría que produce pensar la vida con su hermosa dureza. Aún sin haber leído ni siquiera fragmentos del libro de Petit. Se lo escribí también en una nota a W. El alambre, o el cable, tiene su origen en un tonto error de traducción del título de una serie televisiva: The Wire, y así, luego, empecé a pensarlo, desde el desencanto, con C. hablando en el bar; bebí. Anoche, con L., cenando en el mexicano más: el cansancio existencial y la impotencia personal, en lo emocional y en lo práctico... La impotencia y el cansancio seguramente habitan en el alambre. Cuando lo hablo, todos lo entendemos, todas la cabezas se llenan de esa opacidad, lo comprendemos, lo compartimos; la idea, muy plástica, no necesita mayor explicación. Y ahora también Petit. ¡Qué tremenda recurrencia y redundancia la del alambre!

Desde una reflexión del aislamiento, o una estética del encierro, que me compromete con el tiempo y la verdad:

Pienso, y esto será lo más denso, qué significación e importancia, injertada por los mecanismos simbólicos de transmisión histórica de la experiencia política, habrán tenido los distintos campos de concentración del siglo XX, especialmente del fascismo, el nazismo y el comunismo, en la construcción actual de una estética del encierro interior. La interiorización del aislamiento y la reclusión en el capitalismo: la explotación de la intimidad, la vida parasitada y violentada por la precariedad, el agotamiento de la acción, o como dice Heidegger, anular el pensar: la imposibilidad de alejarse de la impotencia de lo privado. Una larga historia de violencia y olvido es la cruel herencia de un tiempo anterior que en gran medida acosa, hostiga y agrede un presente que en su autoconservación, paradójicamente, se devora. Olvidar es convertir el tiempo y el cuerpo en muerte. Imagino los campos vacíos, el sol amarillo sobre las alambradas y la tierra yerma conservando el calor del finado: nos quedó la abundancia del dolor, la certeza irrefutable del abandono y la intemperie del hombre tras la devastación. Los tiempos sometidos al campo de concentración han impuesto una herencia simbólica e ideológica del encierro y la captura interior en las vidas privadas y el amor romántico de la gente, creando un impacto en forma de herida abierta sobre la conciencia política europea. El ejercicio o ensayo político consiste en establecer múltiples relaciones, discontinuas y cuestionables, entre los tiempos de la exteriorización del encierro (que ya apunto: no serán más que el estallido de un encierro interior insostenible) y los tiempos actuales de interiorización de la reclusión; la estética capitalista del encierro.
      

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