martes, 12 de marzo de 2019

Crónicas del desengaño (VII)

Son las 22:00h, hemos quedado en que la llamaría, quizá salgamos. Vigilarse, contenerse, ser consciente, desconfiar de uno mismo, siempre, especialmente si se trata de ese amor sometido a la belleza que llama a la catástrofe. No puedo abandonarme al teléfono, el riesgo de hablar demasiado, y perderme, no ser yo, ser solo voz, sin cuerpo, descorporeizarse, ser viento, sonido, desvanecido, un incierto recuerdo, consumido. Hay más peligros. Contener racionalmente esa invasiva exposición de la sentimentalidad para no parecer, seguro, ridículo, un hombre ridículo, o peor, una mentira: una víctima. ¡Cuánto tiempo antes de atreverse a ser uno mismo, sin miedo! Finalmente no nos vemos, está enfrascada en un proyecto de trabajo, sola, frente al ordenador, el rostro azulado por la pantalla, con las piernas, también azules, cruzadas sobre la silla, atusando el pelo para recogérselo con una goma, la imagen misma me consuela. No pasa nada. Yo estaré en mi estudio, con libros, papeles, notas, cualquier momento y rincón del mundo es bueno para soñar. Sin embargo, alargamos la conversación por teléfono, podríamos haber quedado, total... no callamos... queremos hablar, nos negamos, se apena, me apeno, otro día... sí... otro día... ya es tarde... sí... ya no da tiempo tienes trabajo... queremos atrapar la vida... cada uno la suya, parece... No te preocupes, está la vida por decir... ¿Será cierto? Me paso mucho tiempo contemplando, frente a la pared, como es la vida. La pared me gusta tanto como a esos hombres melancólicos que observan el mar todas sus tardes les gusta el agua y el cielo. Colgamos, este congénito cansancio.

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