sábado, 20 de octubre de 2018

Crónicas del desengaño (IV)

El problema erótico con Lilu, es la muerte.

Si mi tiempo fuera un tiempo absoluto, y pudiera despojarme de esta absorbente y obsesiva condición de mortalidad, no estaría sometido al temor de la pérdida. No tendría miedo. No me importaría la distancia, no sufriría por la ausencia, la desigualdad afectiva, ni por los abandonos, la frivolidad o el cinismo, ni me conmoverían igual sus ojos.

...esos puntos negros que arrebatarían al más cruel y severo de los jueces.

Yo que jamás pertenecí a ninguno de los mundos de mi memoria, hay uno, fugaz, de la infancia, que reconozco como propio. Ay, Manolo, los besos y los abrazos no se piden, se dan, sentenciaba mi madre muchas noches durante la cena y sus juegos. Una educación sentimental. Y sólo ahora, de adulto, puedo entenderlo. Poner el amor en la mesa de negociaciones, someterlo a las habituales relaciones contractuales, resulta lamentable, es un completo desastre. Pedir amor erótico, sea por compasión, benevolencia, gratitud o recompensa, es lo más humillante de mi vida. No tenerlo, no ganarlo, sino pedirlo (incluso robarlo me parece más digno y meritorio) dan perfecta cuenta de la magnitud del fracaso. No sé si lo pedí realmente, o sólo me castigo por la tentación y la posibilidad de mendigarlo. Fue la primera vez. Será la última.     

Todavía no comprendo la ontología del amor físico, soy como una de esas muñecas rotas tumbadas sobre la basura esperando la humedad, con la cabeza colgando y unos ojos hundidos vueltos del revés mirando el interior vacío de una cabeza de plástico.

No sé si lo suyo es pura debilidad, tan grande y explícita como la mía, o si simplemente es una convencional historia de egoísmo. No termino de llevar bien el egoísmo de los demás, ni siquiera cuando parece legítimo y justificado, cuando parece el único modo de la supervivencia.

Es triste que me consuele que gran parte de los otros lo hacen peor y saben, reflexionan, mucho menos. Pero es la puta verdad.









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