miércoles, 14 de marzo de 2018

Lectura lumínica

¡Quia! No es la primera vez que termino un libro y me sorprendo de mí mismo. De las nuevas manías en la lectura que sustituyen a las ya viejas, cochambrosas e inoperantes. A unos días del espléndido Coetzee, aún se me presenta erguido y noble con su desafiante Escenas de una vida de provincias, que Clàudia me regaló bajo ese tubo de luz amarilla que atraviesa junto a la impetuosa memoria, todas nuestras grandes noches. Releo algunos fragmentos extensos marcados con esos ridículos papelitos plastificados de colores, cursis y fosforitos. Cada página, seleccionada o no, tiene su andamio hermenéutico; tiene superpuesta físicamente mi lectura como exoesqueleto: subrayados, redondeles, crucecitas, anotaciones en los márgenes. Mis huellas, señales, marcas, están escritas gráfica y materialmente a trazos del fino hilo de carbón 0.7mm del portaminas plateado CROSS. Todo es relevante y sorprendente, parece, en la fetichista liturgia de un joven y encandilado lector. Repaso mi escrutinio minuciosamente, ¡y qué diablos he leído!, hay una furiosa revelación de lo nuevo en lo viejo, un libro recién inaugurado en el ya consumido, que se despierta casi insolente; malhumorado por haber olvidado en aquellas inmaculadas páginas, sin negros trazos de mina ni sombras carbonizadas de la yema de los dedos, fragmentos verdaderamente imprescindibles que proporcionan una lectura lumínica. Pero qué voy a decir al lector de este cuaderno que no sepa o no intuya ya sobre las experiencias íntimas más intensas: nunca son unívocas ni unilaterales. Efectivamente, sí, siempre hay un dos en uno (como en el amor), hay una amplia polifonía en cada buen libro, es una imparable muñequita rusa fractalizándose al modo brillante y gracioso del folklore. No puedo sentir remordimientos. Leo concienzudamente los libros, con extenso y vasto tiempo a mí disposición, con una franqueza y sinceridad en su interpretación, con un rotundo gusto desinteresado, muy alejado del cinismo inherente a la ortodoxia derivada de la academia, donde parece que el libro (y la supuesta lectura) es un pretexto para ensalzar sus hiperbolizados egos y rentabilizarlos en la carrera profesional de la administración y la burocracia. Yo los leo bien. No es negligencia, ingenuidad, claudicación, ni distracción, simplemente un movimiento estético de coquetería  (esa simultanea entrega y ocultación) de la propia obra. Siempre hay una parte sumergida que se nos ocultaba, invisible a una primera lectura, de tal modo que tras la cuestionable y mejorable práctica del subrayado, tenemos un libro asumido y agotado, y otro necesariamente en blanco, virgen, inexplorado, dispuesto a ser leído casi por primera vez. A lo que me pregunto ¿para qué subrayaré los libros, si a cada marca dogmática le acompaña la ocultación de otra igual de importante?, ¿para qué conformar todo un aparato de prácticas, estrategias de lectura, tácticas, si resultará precisamente el modo más eficiente y frío de enterrar aquello que tiene de ardorosamente vivo un libro? Especialmente cuando se trata de un libro de literatura tan poco literario, cuando se escribe como se piensa y no se escribe como se escribe.


No hay comentarios:

Publicar un comentario