martes, 14 de noviembre de 2017

La fiesta de las fieras


Lo estuve pensando hondamente, para no caer en sentimentalismos autocomplacientes ni cínicas miradas compasivas que se regodean con el dolor ajeno, pero es que, en eso, con los hombres no se juega. Llegué a la misma desesperada conclusión de siempre, en este tiempo de tómbolas macabras perfecto para la fiesta de las fieras. Cuando escribo no soy exactamente el hombre que camina por la calle, el que disfruta de las moscas verdes que huelen a limón, los muslos redondos de carnes bronceadas y el sol líquido, y en casi nada me parezco al hombre enamorado, si es que eso cave ya en mí de algún modo pausado y sosegado, no conflictivo, sin resentimiento, ni temor. Lo escribo, lo digo por escrito porque sólo pocos creen todavía en el lenguaje, y sin duda son los mejores; así es, porque ¡ay! qué ridículo sería todo, qué grotesco decirlo mientras uno anda viviendo en la inmediatez. No podía decirlo de otra manera, de hecho no encuentro otra manera, francamente pienso que no la hay, y me gustaría ofender hasta el desgarro al que piense de otro modo. Y lo diré únicamente desde una posición estrictamente política, aunque implique la vida entera y la cuestión de la interioridad, de la intimidad. Que se oiga con pesar, pero que nadie me pregunte, no respondo, no es el hombre que vive el que habla, sino el que escribe: es que a nosotros nos cuesta todo tanto. 

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