domingo, 26 de noviembre de 2017

1984

Toda vieja desdentada de pechos mustios y arruinados cree saber descifrar, mientras intenta engullir por alguna extravagante razón desconocida sus alopécicas cejas chuperreteando fatigosa y asquerosa sus arrugados labios, el verdadero secreto de vivir de los hombres (su Destino) en base a su inexpugnable experiencia, pronto suprimible, sustituible, fácilmente acabada. Lo de vieja, viejo, hombre antiguo destartalado, atávico desconsolado y desolado por edad, es un problema generacional mío, que tengo con todos esos carcamales irresponsables nacidos antes de 1984 que se atreven, ¡y con qué caradura, desvergüenza e incluso exuberante desparpajo!, a aleccionar a jóvenes esperanzados con su incierto futuro; después de haber dejado el mundo hecho unos zorros, tocado por la locura y susceptible de irse al carajo. Son algo así como el borracho hecho mierda por su cínico reflejo, el hijoputa simpático pero acabado, que disfrutó junto al vivir de una buena fiesta en la casa de campo de unos amigos durante mucho tiempo; culminando su éxtasis, pasadas varias lunas, con un maravilloso vómito lleno de plastas, grumos, mocos y tropezones, vertido sobre las alegres petunias de la ventana, las entrañables fotos de Corfú del último verano y la noble mesa de roble pagada a plazos; y que a la mañana, resacoso y malhumorado, critica descortés las extrañas compañías de anoche, de insólitas costumbres; a toda clase, a su gusto desafortunada, de invitados. Los que se dedican sistemáticamente a dar, pedagógica y terapéuticamente, consejos a otros sobre lo que deben o no deben hacer, cómo vivir, o no vivir, qué pensar, gustar, sentir... realmente no hablan sobre los demás, sobre el "otro", sino que, al modo de perversa autoproyección en lo ajeno, hablan sobre ellos mismos y sus propias frustraciones: un modo patético, pero como cualquier otro, de compensarse y satisfacerse por sus ilusiones perdidas, sus derrotas, fracasos, culpas, vergüenzas y prejuicios de los que antaño fueron víctimas, y que ahora, acomodados, se permiten el lujo de repetir y reproducir imponiéndolo sobre el aconsejado para desahogarse y limpiarse del barro de la historia que conlleva el vivir. Esos viejos que hablan, con la lengua de las fosas, de la juventud y no de mí: tan feliz, y sin lágrimas de plomo en los ojos.


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