domingo, 1 de enero de 2017

Navidad de 1944


Sándor Márai, 1900, Kassa, escribe en ¡Tierra, tierra!, esa maravillosa crónica del corazón en el horror comunista de Hungría, y sus vidas, sobre la Navidad de 1944, un grito frío y mudo. El fragmento del recuerdo personal que se cita, que se extrae, forzosamente como todo artificio de la escritura, de un hombre, y se exhibe para la memoria colectiva y la conciencia moral de un continente hecho de montañas de cadáveres en descomposición y campos de sangre cosechados por el dolor y la injusticia, es este:    

<< El mundo ya está lejos, con espantosa voz de plomo da la guerra su grito destemplado y la brasa del crimen aquí lo quema todo, a todo europeo, judío o cristiano. Con la sangre han marcado las puertas de las casas, aquel que era creíble ha sido asesinado, cuanto hacía vivible la vida es un oprobio; en tu cama, carroña, tu casa, un hueco hediondo. Arrastran los desolladores al creyente y la fe. Al final se han abierto, Apocalipsis, tus puertas; grazna la acusación de crimen sobre el mundo, quien hoy día te besa, mañana te entierra, a quien abrazas, mañana estará muerto, quien te acunaba anoche, te pone hoy en venta... >>

La ocupación comunista suprimió del mundo a esas bestias nyilas que criaban y se reproducían en esa covacha que era Hungría. Cachorros del terror drogados por la esperanza y el miedo a la muerte, y quién sabe qué sustancias más, ¿la juventud feroz y desolada, en el peor contexto, en un mundo árido sin futuro?, que hasta el último minuto de su declarada derrota y decadencia persiguieron hasta en sanatorios y asilos, y asesinaron en la cama, a sus víctimas con una sofisticación y refinamiento en el arte y el placer de matar, inigualables. Las bestias, fueron sustituidas por el fuego y el hierro soviético, por un proceso de bolchevización y hambruna emprendido por Rusia, ese imperio de marionetas y suciedad mística y militar, esa nueva humanidad que es una regurgitación. El escritor, ya huido en tierras de "libertad", al fin, murió desesperado y consumido, pues aunque acompañado, estaba solo, sin su literatura en su mundo. En el olvido, el hombre y su obra, en el exilio, expulsado, desterrado como enemigo, vomitado cruelmente por las tripas de una historia sin rostro humano, no soportó el peso de la vida desarraigada de la cartografía moral y política, del éxodo, la vida bajo el silencio y el olor del sepulcro. Esa bola carbonizada era el reflejo de la humanidad, la historia, se convirtió en sus propios restos, en sus residuos y desechos más apestosos. Se quitó la vida en 1989 en San Diego, California, pocos meses antes de la caída del muro de Berlín. Murió por la tensión de ese telón de acero, afilado, límpido; la frontera física e ideológica más brutal jamás vista. Sobre esa humanidad, y su indiferente orden perdido, que lo asesinó a sangre fría también escribe a través de otros, como Léautaud y sus animales, "yo no soy un artista, yo soy un realista", en su ¡Tierra... 

<< Más adelante leería que durante los días en que los alemanes ocuparon París - y los vecinos de la ciudad dieron comienzo al éxodo: cientos de miles de personas en larga peregrinación por las carreteras, huyendo del invasor-, Léautaud, el excelente crítico francés [que tanto leía y admiraba Pla: esas anotaciones en su diario de la presión sanguínea, son la introspección y rastreo más minucioso que la literatura puede hacer de la interioridad de la vida, hermética], emprendió el camino en compañía de una amiga anciana y dos docenas de perros parisinos que quería salvar de los alemanes porque temía que los nazis les hicieran daño... ¿Era inhumano Léautaud? Él vivía entre perros y gatos porque no confiaba en los seres humanos (¿acaso es posible confiar en los seres humanos? ¿Es verdad lo que afirma la pahei mathos, según la cual el sufrimiento nos hace más sabios? ¿O sólo el júbilo nos instruye? ¿El dolor sólo nos vuelve locos o nos incita  a la crueldad? Yo no lo sé). Léautaud era amante de la literatura y los animales, vivía rodeado de animales en un entorno parecido a un vertedero, pero de aquel entorno ascendía, en ocasiones, unas llamaradas singulares. Así, aquel francés maníaco era capaz, en medio de un cataclismo mundial, de interesarse con la misma devoción por la literatura y por los animales. No puede haber energía espiritual sin locura. No se puede amar o guardar luto sin locura. Y casi da lo mismo a quién o qué amamos o por quién o por qué guardamos luto en medio de una guerra mundial. >> Ya que todo está destruido y arrasado. 

Otras Navidades. Otros tiempos. ¿Mismos hombres? Y el enigma principal, de nazis y bolcheviques: si fue obra de un grupo de psicópatas que se apoderaron del Estado o de la acción solidaria, dócil y complaciente, de un pueblo arrollador; devastador no solo para los hombres, sino para la imagen y comprensión del mundo. Y podemos seguir, en el lío, dando otra vuelta de tuerca. Si se debe a la locura y el delirio de unos hombres con los ojos ensangrentados, unos individuos criminales concretos y contingentes, o si se debe al barro de la historia, la necesidad de ese dinamismo del progreso que fabrica maletas con piel humana, ese avasallador y desbordante desarrollo técnico y material (teológico) del hombre como excusa... Si asumimos lo que sostiene Pinker (Los ángeles que llevamos dentro): la violencia en cada siglo ha disminuido en cada rincón y pliegue de la historia, y el SXX fue menos violento que los que le precedieron... ¿Cómo se encara el hombre ante su propia imagen, poética, política, tras la gran tragedia como rareza? ¿Cómo se explica a sí mismo que en la época de menor violencia se generen fábricas de cadáveres y se convierta a los hombres en comida para perros? ¿Cómo ordena y aprehende el mundo, lo narra y cuenta, asumiendo que la menor violencia ya es el peor mal? ¿Cómo desata el nudo de esta contradicción macabra del terror, diluido en cada época sucesiva, que consiste en decir que la violencia ya no es la norma sino la excepción, pero que esas excepciones son las erupciones y explosiones del mal más refinado y sublime, penetrante y turbador? ¿Se enfrenta el hombre aplastado al tiempo devorador o el hombre moral engulle sus cáscaras, las conchas, al lobo universal, y paga ese precio de la refinería y la sofisticación?  

En fin, como dice Arcadi, en un momento de su libro, En nombre de Franco, de alta temperatura, Budapest, allí donde al final toda la pastelería se afinó.

    

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