miércoles, 7 de diciembre de 2016

Se vive de lo muerto



Probablemente no haya nada más interesante, para un hombre como yo, que el compromiso y la creación; nada que llene más una vida cualquiera. Algo que me liga íntimamente, con el corazón y la cabeza, a la amistad y sus nombres propios, buenos y veraces, de un modo inquebrantable e insobornable. Así, con estas condiciones de antemano, ante una película de Elia Kazan, 1969, El Compromiso (The Arrangement, que sería mejor traducir por el acuerdo o el arreglo; aunque para el contenido de la película el compromiso es mucho más relevante que el papeleo), no podía resistirme: se unen las dos grandes pasiones, el arte y la moral, en una sola pieza limitada y ordenada, dosificada, por el tiempo; un tiempo digerido en compañía. En ocasiones un feroz y cruel enemigo, y en otras, el placer más dulce y delicado que se nos puede dar: un aplazamiento, una suspensión, preciosa, sólida, distancia. Fuimos, M y yo, de tarde, a la filmoteca, con un sol agradable de invierno que nos calentaba, y copa tras copa nos acercábamos; la proximidad es una cuestión de mesa y palabra, y no sólo de piel. Antes, tenía que contarme, tradición familiar, las cosas de su viaje por Viena, un desapasionado viaje que se realizó sin tener en cuenta ninguna de mis consideraciones o máximas de movimiento: nunca hay que ir a los sitios que no se hayan leído, ni a los que el estómago no encuentre su lugar y compañía; el espacio hay que comerlo, como satisfacción, y no como trámite. Ni mis libros ni mis deseos gastronómicos fueron escuchados. Íbamos a caer en la tentación, se me pasó por la cabeza, de entrar en un bar para minorías, ese tubo negro que al entrar ya pisas las cáscaras de gamba y rompes los huesecillos de pollo esparcidos por el suelo como residuos, en pequeños montoncitos. Nada de eso. Elegimos un bar moderno y juvenil, esa juventud prolongada que engloba incluso la decrepitud; un lugar amplio, diáfano, paredes de cristal, y una estética pop y casual, donde la comida es vacío y repetición. A pesar de las precarias, o rutinarias, condiciones gastronómicas, la conversación fluyó; un modo de prepararnos para el film de un poliédrico ser que me resulta polémico en todos sus aspectos.  

La obra de Kazan parecía interesante sobre el papel, sólo su planteamiento impresiona, espectacular en el fondo musical. Una vez desplegada, parece como si el director no creyera en la inteligencia del espectador, como si desconfiará de su sensibilidad, y tiene que explicarles la lección, una lección desordenada e inestable, en la que a modo de morcilla, todos los temas se agolpan y apelmazan sin mucho sentido narrativo, y superficialidad (son muchas superficialidades y capas) en el relato; con lo cual el aspecto dramático y reflexivo queda devaluado sin remedio, casi hasta la esterilidad. Su énfasis en las ideas, diálogos imperativos, que son realmente traumas y frustraciones biográficos cuando no prejuicios, hace en ocasiones de una película trágica, una verdadera comedia, "no sé de que te reías, tiene momentos de humor, pero no es para tanto" me decía M. En el fondo no había humor como distensión de la tragedia, era simplemente, pura comicidad. Combina las hipérboles cómicas de una supuesta locura, con el verdadero sustrato dramático y desgarrador que comportan; una mezcolanza potente que no termina de funcionar con la soltura, elegancia, y profundidad que los grande maestros del género, como Billy Wilder, consiguen. Capaz de arrasar y destruir a hombres, mujeres, familias enteras, íntegras sociedades, con una carcajada a mandíbula batiente, y dejar al espectador con la perturbadora sensación de tranquilidad, como si no hubiera sucedido nada tras un terremoto, con ese poso de frágil alegría que oculta una gran verdad trágica y mortuoria. La cinta, a pesar de todo, enseña algo importante: la vida, tal como es, solamente resulta soportable a los hombres por la mentira. Quienes rechazan la mentira y, sin rebelarse contra el destino, prefieren saber que la vida es intolerable, acaban por recibir desde fuera, desde un lugar situado fuera del tiempo, algo que permite aceptar la vida en su crudeza, pero no soportarla con decencia y honradez. Eso, para Kazan, no conlleva grandes momentos de resistencia moral, sino delirios y ataques de desesperación incontrolados, que conducen, sin sosiego, a la claudicación de todo un hombre, de toda su vida; una extraña forma de abandono de sí mismo como fin. Kazan muestra, de un modo irregular, la recreación de un hombre que vive de lo muerto, y que descubre, como Pla, que el problema es la vida, y su encaje, los inflexibles e ineficientes moldes sociales que no encajan en la complejidad y las hostilidades de la vida.

Por fin, en el punto de caramelo que deseaba. Su obra es estéticamente notable, y aunque la música que ilustra las emociones y estados de ánimo de los personajes desentone sistemáticamente con la brusca presencia, y los gestos, de los mismos, es una gran apuesta, desbordante, para involucrar al espectador en un viaje convulso y paradójico; un viaje por una vida concebida bajo la necesidad del mal, y su aceptación. Como en todas sus películas y adaptaciones, demuestra una fuerza y potencia de fuego admirable en cuanto al alcance de su creación, pero su difuso y cambiante compromiso, con la obra y con la vida, ese indisociable binomio, lo hacen un director incómodo y sospechoso. Se pide de todo gran creador que juega con la relatividad del bien y la necesidad del mal, y que coquetea con su belleza, que exprima al máximo los dilemas morales que plantea, que su contenido se reflexione y se exponga, para explicarse, hasta el agotamiento y la extenuación, pero que nunca queden vírgenes e indiferentes tras ser señalados, ahí, colgados en el aire, intocables, como intangibles. El caso de Kazan es ese, ese cinismo y frivolidad herméticas, esa manipulación constante de las emociones. A menudo me pregunto cómo un ser tan miserable y siniestro fue capaz de crear piezas de gran sensibilidad y belleza formal, capaz de gustarme incluso hasta el asombro: Al este del Edén (1955), La ley del silencio (1954), Un tranvía llamado deseo (1951) etc. Pero rápidamente me respondo, signore, usted es un gran creador a base de trampas y traiciones reales. ¡El desbordamiento del conjunto!, la nulidad y vacuidad de los detalles y la grosería de las sutilezas, toscas, brutas, chatas, insignificantes, no puede disociarse de su andar y su paso sobre cadáveres; la torsión en la vida, la brecha, el quebranto, se ve en su representación. Termina por ser, todo su esquema moral y el marco de su reflexión, absolutamente patético; tan bello y vacío, insultante, como el trabajo pacientemente meditado, pero cursi, de un esteta sombrío. Como el de los nazis hungaros, las bestias nyilas, que asesinaban a sus pobres víctimas al amanecer, para que la sangre tiñera los cielos y los ríos de un hermoso color burdeos, o ese crimen que consistía en que los muertos se comen a los vivos: el monumento de los zapatos de hierro en Budapest... Usted juega sucio, con la droga de la muerte, el miedo y la esperanza para representar al hombre tal y como sostiene que es, y que somos, ¡bah!, para lanzarlo y aplastarlo como una mosca sobre nuestros morros y aleccionarnos con la moralina sobre la vida y su insoportable levedad, esa piel inmoral y pretenciosa, egoísta; una justificación del mal como cualquier otra, ilegítima. El gran etilo, el talento, el ingenio técnico y la intensa belleza ocultan sus trampas, pero a mi no me engaña, señor, usted vive, se alimenta, de lo muerto, como un carroñero. La duda aún cuelga de mi cabeza, cómo el mal incuba y nutre la belleza, es capaz de tal asombro y tal admiración, el mío incluido, y la cosa rondará, y tendrá razón Rafael Chirbes, la buena letra es el disfraz de las mentiras. Sospecho, sospecho, de usted, señor Kazan...



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