domingo, 20 de noviembre de 2016

¿El habla teodítica de los humillados?



Es conocido que mi escritura es un trabajo parasitario sostenido en el tiempo. Un modo de penetrar en un cuerpo extraño, ajeno, y fagocitarlo; de hecho, es la firme voluntad de construir un proyecto de patogénesis de la prensa socialdemócrata y conservadora, aquí, de provincias o comarcas. El penoso camino de un gusano devorando una manzana es como mi embarrada lectura por todos los periódicos y blogs, ese tubo digital, que caen en mis manos; todos, artefactos textuales que perforan el tiempo y el espacio a modo de gruyere, para la descompresión del encierro hermético de la actualidad, o la liberación de nuestro críptico presente enjaulado. En ocasiones encuentro verdaderas maravillas, escasas, modestas, tímidas en su oficialidad, pero de fraseo pausado, hondo y desencantado. En la mayoría de los casos, la mediocridad y la podredumbre son el resultado de mi búsqueda en ese amasijo de escombros que es la prensa, el posterior cemento de mis ideas y escritura, una verdadera tarea de reciclaje, progresista, y no conservador (teológico a su vez), como el de las grandes ciudades y su adherida hipocresía, que pretenden reducir a los hombres a seres vegetarianos y macrobióticos, que es lo mismo que el musgo para las piedras húmedas de la costa o la alfalfa para las vacas pasiegas. Ayer, en La Vanguardia, el casto periódico de la burguesía catalana, viven en un ensoñamiento perpetuo y en un mundo de ficción y delirio, encuentro una buena sabatina intempestiva de Gregorio Morán, ¿Quién inventó el populismo?, aunque las ideas se aten con morcillas. Como sucede en todos los artículos de Morán, no hay pensamiento analítico fuerte, sino una bella acumulación de ideas y conceptos distribuidos por el rugoso papel, que se almacenan durante años, fruto de la experiencia y el buen juicio, en el desván de su conciencia, y que caen ahora como una avalancha sobre el lector sensible. Materiales afilados lanzados como dardos envenenados hacia sus enemigos, que no son pocos. Su escritura es audaz, mordaz y desolada. Señala, más que define, los aspectos clave de nuestra realidad política a través de la crítica cultural y la recuperación de la memoria escuálida y perdida de nuestro desértico erial. El argumentario de este fuerte guiso es claro: la afirmación del pueblo como espacio político del hombre humillado y caído, sin voz; y la utilización adulterada y propagandística de los términos, ambiguos y confusos, de populismo y demagogia; una clara colonización e imposición del lenguaje conservador de la derecha a un todo social plural. La instrumentalización de los conceptos, por parte de la derecha conservadora, para degenerarlos y adulterarlos en su favor, es evidente, pero no es menos cierto que el populismo y la demagogia poseen una naturaleza infantil y sombría, muy peligrosa, si se convierten en un fin político.

Existe una íntima relación alimenticia, evidente, entre el hombre humillado socialmente, caído por la crisis económica, frustrado en su carrera profesional cuando no alienado por su rutinario trabajo, y la consolidación del populismo; que no su origen como movimiento (des)político (de causas mucho más antiguas que en parte desconozco y no me caben). Los hombres fabricados para ser desechados como viejas latas de conserva, encuentran un refugio y hogar en la arquitectura del pueblo, y su voz, usurpada o silenciada, en la demagogia y el populismo, con su ingeniería de pompas habitual y conocida. Pero si empezamos por el principio, la polisemia del luminoso concepto pueblo y su laxitud y frivolidad en el uso electoral, lo convierten en un lugar vacío, difícil de llenar, y permanentemente reutilizable y renovable por significados y símbolos teodíticos, más que por realidades crudas y concretas. De hecho la paradójica relación entre significantes y significado, es la misma que existe entre el hombre desamparado y el pueblo, un significado vacío de referente. Distintos nexos pueden dar contenido a tan inestable e incierta forma: la identidad étnica, la lengua, la cultura (entendida como espíritu y no como industria), la clase social, el resentimiento, el odio, el narcisismo de las diferencias, la religión, la soberanía perdida, la irrefutable melancolía (citaba Arcadi en un artículo, que el mundo progresa al mismo tiempo que añora), e incluso el clima... Pero no todos forman parte de la fantasía lírica. Algunos poseen parámetros, ambiguos y toscos, para definirse como objeto y sustancia del pueblo: los terribles límites de la opresión económica y laboral. La única medida cuantificable y verificable con peso de hierro quizá sea la clase social, difuminada hoy en el estado de bienestar (la sobada desaparición del sujeto histórico), pero latente; nada que ver con las demás construcciones del mito y el endiosamiento político. Sólo caben dos posibilidades, o que el pueblo seamos todos, ¡esas tautologías políticas!, y entonces no lo sea nadie, una ficción, o que el pueblo sea la clase social sometida al tutelage deprimente de la élite. La primera (pero no única) responsable del auge y consolidación del populismo, a causa de la desconfianza que la élite nacional y europea inspiran por la manifiesta incapacidad de pensar y actuar profunda y verazmente.  María Zambrano, pensó este tema en su Persona y democracia. Aquella republicana olvidada por todos, infravalorada y despreciada por sus supuestos amigos, asimilados todos al régimen fascista (aquellos que se quedaron en España o que en plana victoria fascista volvieron), combatió escribiendo, infatigable, incansable, en el exilio, pensando libre en la pobreza, y viviendo, firme y sólida, enferma de melancolía, con la relevancia ética que la caracteriza. La cita es larga pero necesaria:  

<< En el primer sentido, pueblo y clase dirigente se oponen, son distintos y aun contrarios, y a menudo hostiles. Pero hay otro sentido según el cual el pueblo se opone al individuo. Y así, un individuo que, aunque atacado por él, pertenezca al pueblo como clase, si se distingue, ya ha salido de su recinto. Puede distinguirse apartándose para conseguir una situación de dominio, pero se distingue aún más cuando se aparta para descubrir o crear o inventar. Y es que lo propio del pueblo es ese tipo de trabajo que se realiza a diario y es fatiga, y esa acción histórica extraordinaria propia del pueblo, cuando el pueblo crea y modifica en forma inesperada, introduce un elemento nuevo, una realidad olvidada y maltratada que se presenta en forma terrible casi siempre. 
Tenemos, pues, dos tipos de relación, según se considere al pueblo como una totalidad o como una clase. Como clase se distingue y puede oponerse a otras clases; como totalidad se distingue y puede oponerse al individuo. De la primera relación puede surgir una democracia que sea el poder del pueblo aplastando a las otras clases. De la segunda, una democracia donde el valor del individuo no sea reconocido ni respetado: una democracia, diríamos, totalitaria. Hablar desde el supuesto de una cualquiera de esas dos concepciones del pueblo es, pues, demagogia [populismo].
Es demagogia porque se acepta su forma actual de ser, sin proponer una superación que le conduzca a que esas oposiciones no tengan lugar, a lo menos en forma de conflicto. Se le acepta en su acción destructora, pues en la vida individual resulta destructor todo estatismo, como igualmente en la vida colectiva.
La demagogia es adulación del pueblo al afirmar aquello que tiene de fuerza elemental: la demagogia degrada al pueblo en masa.
La masa que es un hecho bruto, un "estar ahí" como materia, significa una degradación porque aparta la realidad pueblo, que es una realidad humana, de aquello en que la realidad humana alcanza su plenitud: el vivir como persona. Lo cual entraña responsabilidad y conciencia. Todo ello se da en un cierto tiempo, en una cierta manera de vivir el tiempo que, justamente, lo continuará. y en ella se evita la catástrofe (...)

El demagogo, pues, desprecia al pueblo, consciente o inconscientemente, como todo adulador a aquel a quien adula. Y su finalidad no puede ser otra que reducirlo a masa, degradarlo en masa para dominarlo. Y ser él el único individuo frente a la masa. >>

La demagogia, el populismo, revienta sus costuras por el bullshit de las vísceras, por despertar la excitación de las bajas pasiones e hiperbolizarlas. Este exagerado vomitoria de bilis, surge como resultado del vacío y la nada que deja el vector de las mentiras y la implosión del lenguaje políticamente correcto de la socialdemocracia, esa retórica hueca. Surge para suprimir ese extremo cuidado eufemístico del discurso con que inundaban la sociedad mediática y envolvían sus tropelías e intereses privados. La inmigración es uno de sus animalitos eufemísticos preferidos, que manipulan y adulteran como amigo o enemigo según convenga, según los caprichos del comercio de trabajo y de vidas precarias. Ocultando a su vez el rampante racismo de los buenos ciudadanos europeos y la arrogancia de su ignorancia política, pues en las vidas europeas se hace imposible habitar con conciencia moral, en ellas, el rasgo de bienestar se paga con la traición del conocimiento, dice Adorno, y pone las banderillas al toro: No hay vida justa en la vida falsa. Esa voz del pueblo, en ocasiones de ultratumba, esa demagogia, tanto puede ser de movimientos de derechas, los nacionalismos y artefactos televisivos, o de izquierdas, ese discurso teodítico de los resentidos; legitimados para serlo. En este caso Morán, tiene razón cuando denuncia la campaña de difamaciones y mentiras contra Podemos, pero no cuando rebaja o relativiza el peligro del populismo al hacerlo común a todos los partidos; la partitocracia es otra cosa. Tanto el problema de la crisis de la socialdemocracia, una ruptura interior, como la solución fácil y rápida del pueblo redentor, son la prueba evidente de que el hombre no está a la altura de su tiempo. María Zambrano fue una mujer humillada y derrotada, que vivió casi toda su vida adulta en el exilio, y el exilio y soledad de la pobreza, pero a la altura de su tiempo. Su voz, esa maravillosa escritura oral, en ocasiones desbordada, excesiva y frustrantemente abierta e inacabada, brilló bajo el tiempo ético que contraponía a la historia trágica de ídolos y mártires que dominó y castigó la Europa del sXX. El endiosamiento, ensoñamiento y el delirio, fueron la redención de las mentiras políticas y la esterilidad de la cultura, un camino rápido y distópico. No repetir los caminos mágicos es la primera resistencia al yugo del infantilismo: ese mundo de niños donde la libertad es plena y redonda, casi divina, las personas, personajes trágicos, y la justicia, teodítica. La persona que instauró Zambrano, era un adulto consciente y responsable, como ella, una mujer muy por encima de la escasa altura de los muñecos de madera, matarifes, que habitaban su tiempo de precariedad y violencia. ¿Y nosotros, cuál es nuestra voz?      



No hay comentarios:

Publicar un comentario