viernes, 1 de enero de 2016

Sin cardos para el Jilguero



Una vez más, el año ha corrido como un galgo persiguiendo las liebres en un campo silvestre; el suceder de los días corresponde a la facilidad e inconsciencia con que el tiempo se escurre entre las manos, entre los largos y finos dedos, y desaparece, como desaparece todo momento concreto entre el arenal áspero y seco, abrumador y homogéneo, de la memoria despersonalizada. Como si se echara un cuerpo sin rostro, anónimo, en una fosa común sepultada por el odio y el olvido, un recuerdo tipo, un producto sin etiquetar en los fríos anaqueles de un supermercado de provincias, ascético, estandarizado, propio de la gente vulgar, como todos aquellos que dicen, yo, antes de dar aliento a la palabra. 

Un año más, el peso sórdido de la culpa, la desazón del tiempo muerto, mórbido, perdido entre movimientos inútiles y, a veces, palabras vacías, ha vuelto, parece, para quedarse, lo suficiente como para dejar rastro y hundir herida en la sensible piel del cuerpo, que como la del recuerdo, sólo cicatriza en la indiferencia y la soledad. Un cuerpo que mece, cuando no es zarandeado por la tempestad de la desgracia y los avatares de la desdicha, entre la euforia de la pasión, siempre efímera y presente, y la angustia del futuro, incertidumbre proyectada como totalidad cerrada, claustrofóbica, sin salida. Condenados, en esta perpetua contingencia de lo mundano, en esta antiestética necesidad de lo voluble. 

He vuelto a perder, una vez más, aquello que los condenados al trabajo y al trasiego sofocado de la vida ordinaria llaman, el tren. Extraño tren que sólo pasa una vez en la vida, hacia un único destino, en una sola estación, y sólo taconea para uno; en una disoluta vía. He vivido este año, sentado como esos viejos americanos panzones, mascando tabaco y escupiendo de vez en cuando en un baso de chapa; como esos entrañables pero resentidos ancianos sureños, que esperan, sombrero de vaquero al ristre, la lluvia de las horas, el goteo de los minutos, sentados en una silla de madera y paja, en el portal de su casa. O unos metros más allá, en la entrada abierta, diáfana, de su pequeño y soleado jardín; pelado por el cálido viento, humilde como el lagarto tendido en el desierto, pero uniforme como las dunas de arena, sin vanidades ni ostentaciones de ningún tipo; cortando y moldeando un crujiente y rugoso trozo de madera con la vieja navaja, la de la guerra, esperando y esperando, con la paciencia de los años, a que el musgo amarillo cubra la madera húmeda de los árboles, y los ruiseñores canten sus últimas notas; las de la mortecina despedida.

Sin nostalgias, ni melancolía, la peor de las bilis negras, quemando la vida y abrasando sus enseres, no veo nada nuevo en un supuesto inicio de año, en una ficción y un canto a la esperanza carente de lo material para realizarse, carente de sentido para un incrédulo y descreído como el que escribe, si es que escribe, puliendo la palabra y mordisqueando la oración. Sentado, eso sí, alegre en la popa, al filo del agua cristalina, con la superficie iluminada, riendo como un cascabel, disfrutando la dulce caricia del viento, cortado por un valle estrecho de afiladas rocas, sostenidas, en la falda larga y coqueta de la negra arena que llega hasta la orilla del lago, las veces, hito de la imaginación. Así han pasado los cicateros días de un año gris, pálido en sus inicios, aunque luminoso, cobrizo, en su poso de luz crepuscular.  








    

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