miércoles, 13 de mayo de 2015

El perdón del camaleón (II)





Analizado ya el contexto retórico político en el que se producían tanto las preguntas como las respuestas, cabe resaltar que lo más interesante quizás, no fuera la tarea mediocre de un atomizado Évole, ni el resultado de una entrevista pos-producida y confeccionada a medida. Trampa o cortesía de toda entrevista televisiva. Sino, el propio discurso y figura del personaje entrevistado. Pues lejos de sus legítimas pretensiones de limpieza y saneamiento de imagen, pues es la única lógica que puede llevar a un ex-etara a aparecer en televisión; y su oportunista publicidad comercial, tiene un libro que vender, su "historia", como se congratulan en llamarla, a ojos de cualquier inteligencia media, ha quedado aún más dañada si cabe. No por su agresividad gestual, su hostilidad lingüística o su integridad ideológica, que a día de hoy son nulas; sino por su simple e ingenua personalidad infantil, adolescente si se prefiere; que le lleva a aparecer con unas taras gestuales y cognitivas difíciles de olvidar. 

Cualquiera que haya visto la entrevista y sólo se quede con el recuerdo inmediato de ella, dirá que exagero. Pero si atendemos a la literalidad de su blando verbo, a la empírica expresión de su cuerpo y gesto, y al por qué, concedía la entrevista (no sólo a la tele, sino a otros medios de papel); la evidencia de la realidad demuestra su incapacidad, moral, intelectual y estética incluso, para afrontar los hechos atroces que cometió. La siempre juvenil y ruda estética de abertzale que permanece inquebrantable tengan 19 o 45 años (como él); junto a esa sonrisilla inconsciente y delatora, que se le escapaba al recordar los crímenes, las reuniones, y los diversos pos-party. Son signos, que para el tablero de juegos progresista, conforman el elenco de los elementos de las distintas formas de vivir. Pero que para la gente con sentido común, y firmes ateos en lo tocante a abrazar determinada fe política, constituye la revelación de los límites fronterizos de su discurso como testigo. Desacreditando su testimonio para la historia. No sólo por la insistencia del silencioso y torpe periodista, que centró la entrevista en la disposición e inclinación más propia al medio: el sentimentalismo y el destino (sentido) de la vida. Sino por la absoluta ausencia de los hechos y de lo político, de cualquier capacidad reflexiva sobre lo sucedido, sin tener que recurrir al choteo emocional y sentimental de unos y otros, terroristas y víctimas. Puede decirse que la banalidad y la vulgaridad de su entrevista, es inversamente proporcional a la de su moralidad e inteligencia, de nula capacidad estratégica. 

Como todo (ex) etarra entrevistado, dejando de lado a los que sin pudor se presentan con sus boinas y trajes nacionales (hay imposibles metafísicos reales), la sucesión de tópicos y la aplicación automática de los protocolos de "terrorista arrepentido", fue la tónica de toda la charla o monólogo: arrepentimiento, pena, perdón, muestra de humanidad, apelaciones a la inconsciencia juvenil, lo malos que eran los veteranos (los viejos etarras), reniegos etc. Un arrepentimiento algo curioso, pues lejos de poner el foco en el hecho moral de matar, de quitar la vida a tres personas. Él enfatizaba el hecho de que "no vale la pena matar"; como sí por una causa política (no hablo de temas sociales), en plena democracia, hubiera alguna causa legítima por la que matar a civiles o policías. Apelaba a la vida que hubiera podido vivir sin pena ni culpa, sin encierro, una vida melancólica que los periodistas ayudan a construir al preguntar por lo que podría haber sucedido y no sucedió. Que no mataran. Manteniendo la virginidad de la parcela moral, sin reflexionar sobre lo que significa la incapacidad de reconocer al "otro" como un interlocutor político, como un igual jurídico, en definitiva como otro hombre con las mismas dificultades y ventajas de su condición. Allí donde es relevante su condición de testimonio moral, a parte de como portador de materiales para la narración histórica, es donde el silencio y la ausencia reflexiva reposan como en su guarida, indefinidamente.  

Su relato correspondía más al de una máquina movida por impulsos eléctricos, que al de un hombre movido por impulsos morales, lo suyo supuso más una representación teatral del niño que pide perdón a sus padres (autoridad estatal), que la toma de responsabilidad sobre su lugar en el mundo y sus acciones en él, que todo ciudadano moderno debería tomar como responsabilidad política. Tan lejano estaba de la cordura, que llegó a comparar su estado de enajenación violenta, con la risa de los talibanes después de lanzar bombas anti-aéreas. Si no fuera por lo que Weil contaba en su Diario de España (1936), sobre cómo son los recursos y técnicas para poder matar a otro hombre: la bebida y las buenas comidas entre los compañeros de tareas, las risas sobre los hechos, el humor negro y las exaltaciones viriles de la masculinidad, no sabría a qué siniestra permisividad y relatividad moral se refiere el etarra al relatar sin beligerancia su historia. Al fin y al cabo, tanto el periodista como el entrevistado, acaban siendo en grado y peso distintos, victimas del victimismo; y por lo tanto, de la ausencia de responsabilidad en casi todos los ámbitos.

Para finalizar, contrariamente a lo que escribe Jorge Bustos en un artículo en El Mundo sobre este mismo tema; entrevistar a un etarra no es darle el privilegio de considerarlo un interlocutor, sino la necesidad del periodismo de mostrar lo vidrioso de la realidad, sus contradicciones y su fragilidad. Sea tomando como interlocutor a cualquiera con el don de la palabra y la innegable pertenencia al acontecimiento. Por lo tanto, no es más importante el tema que se escoge, que el cómo se trata o cómo se muestra un tema periodístico (el lugar desde el que se habla y discurre). Entendiendo que el dilema se encuentra en qué medio escoger, qué discurso mantener y qué posición moral adoptar para no mancharse con el barro propio del asunto. En cuanto a lo que Bustos aducía sobre la mano canonizadora del periodismo, es una consecuencia tan indeseable como inevitable en cualquier trabajo informativo: dar un tiempo de relevancia pública, incluso a aquello más sórdido y sombrío de nuestra realidad. Pero en todo caso, es algo ajeno o heterónomo al ejercicio limpio del periodismo; depende más del espectador y del ciudadano el glorificar o santificar ciertos asuntos. En todo caso, dicho sea de paso, el trabajo de Évole, es malo,  por la calidad y el tratamiento y no por el tema o testimonio escogidos. 












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