domingo, 28 de abril de 2019

Crónicas del desengaño (X)

Quizá tenga razón Arendt y la muerte es el precio que se paga por haber vivido. ¿Pero y si no se vive? ¿Es posible evitar, u olvidar, el dolor? A lo lejos, siempre a lo lejos, parece que hay el tiempo de la vida y el fin de ella. 

Las ideas tienen que estar a la altura de las cosas. El amor, más cerca, próximo, pegado a la carne, casi dentro, combatiendo la soledad y el vacío que atraviesa nuestros cuerpos, que se clava en nosotros como una estaca en la arena, abrumada por el azul del cielo. La hermosa muchacha ha estado esta mañana en casa. Sus ojos, apresados por el rojo, han invadido la habitación, dejándonos ciegos, y más negros. La larga perspectiva de una vida que contiene muchas vidas que no terminan de pasar, se nos atraganta. Lo que cuesta que pasen las vidas anteriores sin que las horas nos maten es un misterio inexplicable. Todos huimos de algo de un modo u otro, en frenética y enloquecida actividad e incluso en el aislamiento y el encierro; huimos de esos tiempos envenenados. Le digo que el paso de los días me duele, por su acumulación inapelable, porque nos daña su frialdad, su indiferencia y aterra su inexorabilidad; y que por eso huyo. Sí, me duele el pasado, porque el pasado lo es todo, el futuro no es nada sin él. No existe otro sentido del tiempo. No hay otra medida que lo que fuimos. La carga del pasado y el peso de los errores y la culpa me avergüenzan, y me agota la imposibilidad del descanso, la impotencia de lo privado. De todo, ella me consuela con su silencio cómplice, es realista, me mira con ternura, sabe que no se puede hacer nada para ayudarme, de hecho, nadie puede hacer nada para salvarse, y yo lo sé. Hay que resistir, no salvarse. Ella, sin abandonarse, sin perderse, sé que me acompaña. A mí también me cuesta hablar.  

 

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