sábado, 1 de diciembre de 2018

Entre las ramas de los árboles crece el primer amor

Vengo ya de noche, tras la presentación de la reedición de un libro demoledor de Enrique Castro Delgado, Mi fe se perdió en Moscú, que da testimonio, de apostasía, del increíble terror comunista en la Rusia soviética de los años treinta. Tras el debate y durante el camino de vuelta las víctimas van bailando en mi cabeza una danza atroz de olvido y dolor indecibles al ritmo de los huesos quebrados, además, siento, el tenue y dulzón aroma acostumbrado de la muerte, que me engaña, porque en ese momento sólo huele a pólvora quemada, barro agrio y al pelo mojado de una bestia salvaje y sarnosa. Si además se añaden mis originales convicciones izquierdistas y la depauperada e inconsciente memoria obrera de mi propia familia, el vértigo es total. Caemos sobre nosotros mismos cuando perdemos, porque la realidad nos lo arrebata cruelmente, un dogma, una idea. Voy arrastrándome por el camino, atragantándome con mi propia baba, braceando en el aire, impotente, mordiendo la noche vacía, bocados de nada, esos hombres llevaban el plomo fundido en la sangre, víctimas de sus cadáveres y sus fantasmas, debían gemir hasta las lombrices al ser pisadas. Pero otro mundo al margen del hambre y el frío como complejo y preciso sistema de asesinato masivo debe ser posible...

llego al parque cercano a casa, el lago, parece, al iluminarse, una larga mancha de aceite sobre el mármol; paso por una pasarela con tablones de madera carcomidos por el polvo y el tiempo; a mi derecha el agua y, junto a la luna, el gran reloj de la torre del antiguo cuartel de caballería; a mi izquierda unas parcelas ajardinadas hasta la degeneración sucia y hermosa del matorral. Está todo muy oscuro, mortecino, una opacidad consolidada por los destellos de la luz eléctrica de las farolas, todo recuerda a la mortalidad. Hay algunos árboles bajitos, culones, de espesa copa, retorcidos, rizados, con el tronco gris y arrugado, como si fueran olivos; entre las ramas se esconden, por las risas, las cosquillas y las voces agudas, dos adolescentes. Me paro, atento, y hago ver que me ato la chaqueta azul en una esquina entre los arbustos, porque he oído como el chico se declaraba furiosamente a lo que parecía un primer amor insolente y valiente, el primer sexo. Sólo veo el cuerpo del chico hasta el pecho, cortado, culminado, por un agujero negro como cabeza y hombros, y tan sólo las piernas desnudas y delgadas de la chica colgando de las ramas. Me enciendo un cigarrillo, fumo despacio, y me caliento con la llama. Ellos, siguen ardiendo...

- ay, ay, no así
- los dedos se meten en la vagina, es la primera vez, quieta
- ah, ah... (suspiros profundos...)
-mmm, mmm, mmm
- te quiero
- y yo

como si fuera cosa del viento, los cuerpos se balancean suavemente mientras el árbol cruje y bascula ligeramente desprendiendo las hojas secas a su alrededor, suspendidas en el aire; la suela de goma de los zapatos rasca el tronco cada vez más rápido y frenético, fruto de una contagiosa excitación, se rompe el elástico de las bragas; las embestidas son lentas, profundas e intermitentes, con breves conversaciones entre actos, incomprensibles desde mi posición, algunos susurros, lo poco que oigo es prosaico y geométrico, seco y directo, ¡sube, baja, ponte pa ya, ay, me clavo esto, aquí no, así!, se atisba la turbación sin caer en el ridículo, y en ese momento me voy, ya todo me resulta demasiado. No dejo de pensar que hace tiempo que el espejismo de ese sexo inicial, de la alegría virginal, que rememoro con  relativo placer, ya se ha desvanecido y perdido irremediablemente al primer contacto con la soledad y el abandono, cuando las caídas ya son en la tierra, como un trapero ante el suelo, y no como en la adolescencia: la caída de un pez en el agua.

¿Cómo mi cabeza, y mi corazón emponzoñado, pasó de la muerte más horrenda a la vida más ingenua e inocente en pocos segundos? No me explico ese asombroso resucitar de las cenizas que la humanidad practica; que yo mismo olvide, acompañante de muertos, el monstruoso trauma del genocidio por unos gemiditos y una escena erótica adolescente vagamente evocativa no deja de sorprenderme, e inquietarme. Sea como sea me reconcilié de inmediato con el mundo, ¡algo hay en la vida que lo impone, que rehabilita un campo de sangre y agonía con un instante de vida, y viceversa! Sinteticé en unas pocas horas las dos grandes tendencias de aquel tiempo, y de cualquier tiempo: política y sexo, amor y guerra. Sonreí y seguí mi camino, recordando el mar y el humo morado del tabaco.




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