jueves, 26 de julio de 2018

Horchata, mi expresión

Estoy tomando estos días, a media tarde y alternando, una horchata natural magnífica. El lunes, que hacía una tarde levantina, llegó incluso a salvarme la vida; emocional, claro. Algo tuvo que ver también mi interlocutor, y la rememoración. Tras mi toma de hoy, he visto algo claro, en esa paz. La clave de cualquier diario, y en especial de este blog o cuaderno de notas, debería ser expresar el máximo de uno mismo sin exponerse demasiado. Expresar sin exponerse, del todo: la necesidad de lo inaccesible, lo incognoscible, para que, como contraste (conocer es comparar), tenga valor lo inteligible, abierto y común, y no se convierta en hojarasca. Se expresa siempre lo que nos vincula (aunque sea en la diferencia), si no, de qué tanto esfuerzo, sudor, derrotas... ¿para la mera masturbación? No. Para la gran función literaria: demostrar que no estamos solos, que podemos ser vistos y oídos por otros, que hay un plus de vida, un margen extra y alternativo inapelable. La función del refugio, como una soledad compartida. Pero exponerse a la brava parece, incluso en las mejores estructuras del yo psicológico y del yo histórico, un obstáculo narcisista, un impedimento para el proceso de reconocimiento y protección de la humanidad reencontrada; ya que al exponernos sin más subrayamos enfáticos nuestra egocéntrica excepcionalidad, lo únicos que somos, la irreductibilidad caprichosa y agresiva del megalómano; una falsedad que nos margina del mundo. Expresar, hacer literatura, ficcional o no, significa destruir el duro caparazón solipcista.

Lo dicho, parece contradecir mi apasionada curiosidad, mi deseo irrefrenable de conocerlo todo, hasta el detalle más insignificante de cualquier personaje expuesto, de cualquier acontecimiento o teoría, pero no, hay un juego engañoso y frustrante que da sentido a todo esto. Debe existir una tensión irresoluble en la que el lector, voraz e insaciable, no sólo lo quiera saber y gozar todo, cómo sufren y disfrutan los hombres, sino que crea poder conseguirlo, y en la que el escritor, en resistencia, crea poder ofrecerlo, sin rendirse a lo evidente y accesible. Escribe, creyendo esconder algo valioso, conteniendo lo indecible, para mantener la dialéctica y calidad de un texto, cuando realmente lo que está haciendo es crear una ilusión autocompasiva para camuflar la ausencia, la ignorancia congénita, el vacío, la infertilidad de la mera exposición. Un escritor siempre pone todo lo que sabe, aunque él trabaje pensando que en su interior, ¡esas fatuas profundidades!, hay un hito superior y sublime que irá dosificando en su vida/obra con pretensiones de unidad. Nunca hay una exposición completa, y cuando la hay, se pone en marcha el mecanismo de la ilusión y su destino narcisista sin expresión. La expresión requiere de las sombras de lo expuesto, de su oscuridad impenetrable. 


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