martes, 8 de mayo de 2018

Nihil Obstat (I)

Van a tener que ser apuntes sueltos y diversos, una encantadora miscelánea, no tengo ni tiempo (memoria) ni ganas (disciplina) para el orden necesario. Tampoco habrá "literatura".

  • No es nada fácil escribir sobre política. Recoger las grandes pasiones políticas que heredamos del siglo pasado y que cristalizan en innumerables ideas universales que cuelgan de un cielo especulativo casi inalcanzable, hoy, desaparecido y despreciado como resultado del proceso de desintegración posmoderna de la autoridad, termina por ser una tarea de voluntad titánica y paciencia heroica. Expresaré justo la ambivalencia de un sentimiento político (más bien social) concreto y cotidiano que opera en el campo microscópico de nuestras vidas, incluso de nuestra intimidad, con una síntesis espantosa que espero contenga la brutalidad de la contradicción que se abre día a día. En el reino de las costumbres y hábitos ordinarios que componen nuestra normalidad, una normalidad que ha engullido cualquier distinción práctica y casi teórica entre lo social y lo político (y que debería pensarse como una dimensión de servidumbre voluntaria), existe una unívoca y vehemente repulsa a la miseria material, mucho más intensa e intolerante que la que sentimos ante la ignorancia. Sumidos en un tedio perpetuo y una inigualable indiferencia política, sólo la manifestación de la pobreza sea en televisión, periódicos, o en el pordiosero que dormita apagándose poco a poco bajo el frío en la esquina de la calle entre herrumbres y humedades, nos despierta una repugnancia innata hacia el espectáculo del sufrimiento ajeno. Y son claves dos palabras: espectáculo y ajeno. He podido constatar algo monstruosos: en el momento en que desaparece la espectacularidad la alteridad del "otro", de lo ajeno, se vuelve hostil, incómoda y molesta; su tragedia personal revierte en un goce inversamente proporcional a la supuesta compasión y empatía que sentíamos cuando la desgracia era de algún modo, escandaloso o sutil, excepcionalizada y espectacularizada. El "otro" pierde, en cualquiera de los casos, todo peso humano y reconocimiento moral, se convierte en una pieza más de este baile desquiciado de significantes simbólicos colonizados por la ideología dominante de la ostentación y la ociosidad. Sin el espectáculo se pierde la compasión y lo que se siente es crueldad: el odio a lo extraño que podría suponer una subversión y un desorden, pero que al observarlo controlado y sujeto a la normalidad produce goce y el regodeo íntimo de la seguridad propia ante el dolor ajeno, el pensar: "al menos no soy yo ese o eso" = "yo no me merezco eso" = "el más valer". Una vecina asalta a mi madre en el portal: ¿sabes quién está enfermo, quién está fatal?, ¿sabes quién acaba de morir? Y una discreta y finísima sonrisa, al despedirse, que se dibuja en su cara compungida por un placer íntimo de satisfacción y confort. El "otro" no existe.

  • Esta es una imagen política perfecta para nuestro presente. Un desierto es el lugar natural, junto al mar (pero es que yo ahora sólo quiero andar), más libre y despejado que uno pueda imaginar. La representación que nos hagamos en la cabeza, sea cual sea, será perfecta: un espacio libre de fronteras, sin nada, sin límites, la pura horizontalidad, sólo un horizonte inmenso de colores cálidos. Un espacio paradójico: precisamente ahí, donde estamos más abandonados y sueltos, es el lugar donde más sujetos nos encontramos, ahí donde no hay límites es donde tenemos la conciencia más exacta del límite, de los límites interiores y exteriores, y de la sujeción, más viva y violenta. El desierto es la paradoja del límite, no nos sometemos a los límites de lo real cuando lo atravesamos, no sólo los descubrimos como objetuales, sino que habitamos el propio límite subjetivamente, el desierto junto al sujeto es el límite mismo. El capitalismo ha interiorizado maravillosamente esta metáfora: el desierto de lo real. Cuando el capitalismo nos abandona a nuestra propia suerte en las tripas del azar salvaje del "todos contra todos", la sistemática competitividad en todas las dimensiones de lo humano, y el "sálvese quien pueda", es precisamente cuando más sujetos y sometidos estamos a él, a sus bárbaras redes de ocultación de la relaciones represivas de dominación. Esa asfixia conduce a la mayor experiencia del límite imaginable, no la de llevar la vida al límite, sino la de constituir la propia vida en un límite casi inhabitable. Otros sistemas políticos conducen al desbordamiento de ese límite, entiéndase un horizonte emancipatorio, convirtiendo la humanidad en una máquina de picar carne, pero el capitalismo consigue conformar el propio límite, lógicamente sin traspasarlo porque él mismo demarca a todos los demás, y mantener a lo humano en esa histeria permanente: mantener la virtualidad del horizonte emancipatorio sin límites en el mismo espacio de imposibilidad que es el puro límite y la pura sujeción.      
 



      


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