Es necesario explicar con más detalles por qué surge a la vez una dura censura contra el goce ocioso y por el contrario, como reacción enfática, se produce desde todos los dispositivos propagandísticos (de la hegemonía del trabajo) un entusiasmo atroz y desproporcionado a favor del alienador imperativo del gozar ostentoso: el (neg)ocio. El exceso de placer en el mandato publicitario <<¡Goza!>>, pues todo imperativo conlleva en su naturaleza el exceso si quiere mantener su efecto fetichista y autoritario de plenitud, es una doble trampa. Por un lado, sólo se puede disfrutar ese exceso, que es realmente el vicioso y enfermizo, cuando se ha pagado un precio por él, es decir, cuando es negocio para uno y consumo adictivo para otro, un otro sometido al artificial y eterno deseo insatisfecho; cuando se establece una relación contractual en la que el sujeto "tiene derecho a gozar" del ocio si se lo paga, si se vuelve emulativo y comparativo, si intercambia valores sociales de clasificación y jerarquización "meritoria", narcisista y monetaria, si ofrece como ofrenda su esfuerzo y sacrificio profesional o personal a cambio de una salida -en forma de fantasía ideológica que prometa una felicidad asistida que es mero consuelo bajo la satisfacción de producción y consumo- al agobiante acoso de la velocidad y competitividad de la vida contemporánea en permanente movilización. Sin darse cuenta que precisamente esa salida del "ocio" es el propio negocio del que se pretende huir, es decir, un verdadero acto irónico del capital ofreciendo salidas a su propia y constitutiva extenuación a través de la fantasía generadora de las mismas: el espejismo de la distinción entre placer y servidumbre en el capitalismo. Si se suprime esa especie de gula de viernes santo no hay operación de transacción expiatoria que suprima la culpa que desde siempre el psicoanálisis ha relacionado tan exactamente con el placer y que el capitalismo explota sin medida, no sólo cuando resulta ambiguo ese placer, sino con el placer más ordinario, común y sencillo como el simple pasar el rato observando el mundo o perder el tiempo evocativamente reflexionando. Se ve que es imposible resistirse a la culpa y vergüenza que nos invade cuando no rentabilizamos y valorizamos en proyectos o en futuros todos y cada uno de los minutos de nuestra menospreciada vida. Por otro y definitivo lado, gozar como mandato ya rompe con el verdadero placer, libre de culpa, del ocio transgresor de normas y reglas, ajeno a contratos y transacciones. En esos pactos o contratos pesa más la orden y la obediencia como modo de realización del goce (el goce de la sumisión voluntaria) que el objeto mismo de placer como fin en sí mismo, se desvanece entonces el significado o sentido simbólico del placer con su carácter absoluto y acabado, lo suficientemente autónomo como para no depender de nada externo a él que lo complemente y remache en forma de compensación, conmutación o convalidación. Sentimos que las distintas relaciones socio-productivas pretenden convertir ese placer sin compensaciones ni complementos externos en ilegitimo, impropio, vicioso, peligroso. La gratuidad en el placer ocioso en el contexto contractual y pecuniario de la sociedad capitalista conduce a activar con la fiebre maquinal de la burocracia el elemento punitivo y condenatorio con total impunidad y frialdad en forma de rechazo social y reprobación moral: imponiendo una culpa y vergüenza irredimibles si no es pagando, lo que justificaría y legitimaría tal obscenidad del goce arbitrario y gratuito.
En resumen, la identificación capitalista del goce del ocio con la servidumbre del negocio es capaz de imponer culpas y vergüenzas redimibles a través de la gran compensación del dinero y el sofocante ejercicio del trabajo; sosteniendo así un sistema de violencia constrictiva y estructural que criminaliza y patologiza la gratuidad y autonomía de placeres más complejos y elevados como los del ocio contemplativo y especulativo.
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