Es asombrosamente complicado que los hombres se atrevan a decir realmente lo que piensan, si es que todavía se atreven a pensar de un modo relevante y elevado, sobre el mundo y sus semejantes. Su cobardía -exhibida en muchos casos como recurso tópico para autocompadecerse y así forzar de inmediato la empatía como esterilizador del juicio crítico, reduciéndolo todo a un saco lacrimógeno de emociones dispersas e inconexas- es fácil de explicar y se enlaza con la brutal historia de incertidumbre a la que está sujeta una vida en el infamante tiempo de la precariedad económica. Los grilletes modernos de la esperanza al premio y el miedo al castigo, son elementos fundamentales para entender la sutil forma de dominación basada en esa autocensura tutelada construida sobre la hipercobardía que infecta los infelices y descacharrados cerebros del baboso y atolondrado ciudadano medio: más configurado por el orden ideológico patriótico-civil del deber y la obediencia debida para construirse un prestigio social ("el más valer" frente a otros) que por experiencias genuinamente humanas, vivas, espontáneas e independientes de resistencia. Teniendo en cuenta esta sociopatología tan bien aferrada y galvanizada en los últimos años, es difícil esperar no ya la ruptura sino la más leve brecha en este orden simbólico del trabajo que mantiene homogéneamente y hegemónicamente la discriminación de clase, la exclusión y marginación de los individuos que no configuran el sujeto de rendimiento moderno o no se integran en la jerarquización socio-económica del mérito moral, intelectual, personal y profesional fundado en la rentabilidad y la ostentación social. El instrumento de esta ruptura o transgresión es sin duda un elemento también colonizado por el orden simbólico del trabajo, eso es, el ocio como negocio, la supuesta negación del verdadero ocio, la nueva comercialización de ese rico y redondo tiempo, ajeno y antagónico a la mercantilización y a las estructuras de administración social de la acción y vida humana. Pero es necesario ser exactos; hay que distinguir. El ocio contemplativo que todavía aportan algunas disciplinas, cada vez más amenazadas, como la filosofía, la literatura, la música, la pintura, ¡incluso la teoría científica!, y las más especiales formas de pensamiento reflexivo, lo que tiendo a llamar un ocio especulativo (contemplativo), que se justifica, se agota y se engrandece por sí mismo, se hace por el mero gusto de hacerlo, el puro y cristalino gozo de la autosuficiencia y autorealización del objeto de conocimiento o comprensión, la pasión por reflexionar sin hipotecas ni preventas en una especie de placer complejo, difícil, pero autolegitimado y autoevidente, nítidamente desinteresado. Frente a eso, la perversión la produce el capital patalogizando el ocio para dejarlo en su más cínica y ruin forma: el ocio ostentoso (lo que dará lugar a las "clases ociosas" de Veblen), el ocio como deslumbrante industria.
La ociosidad contemplativa, dada la dominación absoluta simbólica y fáctica del trabajo, se ha convertido en un vicio vinculado con la inacción, la pereza, la desidia, la inmadurez y la irresponsabilidad. No se distingue entre vagos y ociosos, y se sigue vinculando como antaño (siglos atrás donde los pobres y traperos eran vagos, ociosos y maleantes porque estaban desempleados en tanto que desposeídos, y se les perseguía por ley) con parásitos sociales, casi delincuentes, ladrones, que viven del trabajo ajeno, fagocitando el beneficio social obtenido del mítico sacrificio y esfuerzo colectivo de un solo cuerpo armónico; sea el trabajo que sea y en las condiciones que sean, incluso el de los más envilecidos traficantes de influencias, arribistas, matones laborales o analfabetos funcionales. Esta clase de ocio adherido al placer como alteridad al tiempo de trabajo en el orden simbólico y como antítesis del negocio o el comercio, es prejuzgado severamente como algo moralmente y estéticamente intolerable, por improductivo, cuando resulta ser la verdadera fórmula del pensamiento autónomo, crítico y feliz. Sólo se permite el ocio como virtud y como derecho, cuando es productivo, rentable, un burdo negocio de cleptómanos, cuando se asimila estructuralmente y sistémicamente al mercado y queda regulado y administrado por el Estado. En ese caso su exaltación, estimulación y reproducción social es infinita, o al menos tan potente como lo sean las formas vacías y absolutas de la propaganda publicitaria e institucional, hasta tal punto que negando el goce contemplativo como dogma, se impone, en fatua sustitución, el imperativo del ¡gozar! ostentoso, el mandato de divertirse, distraerse, evadirse, gratificarse o satisfacerse (la antítesis de los momentos felices que opera como consuelo frustrante) con los simples objetos de consumo, sus frivolidades competitivas y banalidades narcisistas.
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