sábado, 15 de julio de 2017
La vida del arte
Es un día maravilloso, ni la tiranía del sol, ni el ostracismo de las nubes; el día juega al gato y el ratón, entre la suavidad de una fina gasa de nubes color gris claro, humedecida por una tibia luz de juventud, y un espléndido cielo azul, despejado, diáfano, refrescante, delicioso. El cine está cerca de casa. Son las cuatro de la tarde: se permite la perversa morosidad del paseo que sustituye en tiempo y forma a la quietud de la siesta. Un hombre remolón, con esa melancolía que se pega en la cabeza como la fiebre, como las sábanas al sudor frío de los muslos tras un sueño tierno, delicado, sofocante. Camina, camina, entre la sombra de los árboles, unos cuantos metros más, cierra los ojos, sudorosa la frente, tostada la piel, rosadas las mejillas, bambolea, ya hemos llegado. La película es el breve testimonio de la frustración, la derrota íntima, el talento y el éxito de un artista. Es exactamente su título, la vida del arte, para Lynch, la única vida del espíritu; reconfortante, pero culpable. El cineasta ya envejecido, humeante, fumando y fumando cigarro tras cigarro, como si el tiempo transcurrido se reflejara en cada colilla consumida por el ardiente punto rojo, nos cuenta su tranquila, su feliz, infancia y su conflictiva historia de juventud colonizada por la pintura hasta llegar al rodaje de su primera película, Cabeza borradora, tan enigmática, tan cautivadora, perturbadora, como incomprensible; ¡de un hermetismo atroz! Nos habla desde su estudio de Hollywood, California, pero lejos de la producción cinematográfica, de las pompas de la industria y las cositas buenas, brillantes, de los cócteles, de hecho, todo lo que cuenta está lejos del cine, pero cociéndose lentamente desde los arrabales del silencio creativo. El estudio, en el que zumba, es una especie extraña, una mezcla de garaje, casita de madera de jardín y terraza de cemento abandonada; rodeado de muros, vallas de alambre, encajado, solitario, en la ladera de una pequeña colina de verdes apagados, marrones pardos y pequeñas manchas nicotinadas. Un lugar aparentemente descuidado, olvidado, pero que en cada marcada señal de decadencia corre la fe de vida y arte, el querer vivir de un modo desconcertante, inevitablemente propio: paredes blancas descorchadas, yeso raspado como picoteado por cuervos, colas de contacto color y textura de gelatina, espumas aislantes para la construcción, planchas de porexpán, untuosos pegamentos amarillos y cobalto, espesos y ácidos líquidos en grandes recipientes, ¿órganos en formol?, tubos negros de goma con anillos de gusano, papeles, grapas, taladros, tornillos, alambres, sierras, pinceles, masa mojada de arcilla blanco roto, brochas, palas, potes de lata, latas, verdosas botellas de plástico vacías con un poso de cacas de insecto, costra de polvo e incipiente moho, botellas de ocho litros cortadas por la mitad con disolvente rosado, aguarrás, cubos carbonizados, taburetes con plastas de pintura seca, tablas de madera carcomida, grandes lienzos minados de pulgón, una manguera sucia, grasa oscura, una mesa de bricolaje, latón, una vieja televisión de tubo con la pantalla azul, una aparatosa radio, un sillón de tela beis sin brazos ni orejeras, y colillas esparcidas por un suelo color crema -natilla- recubierto de ceniza, pelusas, gotas de sudor, virutas de corcho, arenilla de madera, y una fina capa de polvo de óxido. El esqueleto de herrumbrosos hierros en forma y tamaño de vaya publicitaria donde Lynch pinta sus cuadros de descomposición orgánica, fluidos residuales, cuerpos mantecosos, viscosas masas de goma, y elementos de gran simbolismo alegórico sobre la muerte -una pistola, sombras sin rostro en soledad redonda-, el punto de fuga de todos los sueños, el siniestro manto del inconsciente, ocupa el espacio central del estudio. Su antigua querella fundacional entre ficción y realidad, lo onírico y lo diurno, la imaginación grotesca y lo sólido real, diferencia y repetición, la vida y la muerte. Todo su mundo cinematográfico, el disolvente posmoderno, está ya de algún modo contenido en sus primeros dibujos de sombras y sus últimos cuadros de materiales obscenos. La película, más documental que cine, pretende desviar nuestra viciada mirada del director que todos conocemos al joven pintor frustrado, al viejo pintor infatigable. Pero entre ambos hay una conexión originaria y creadora, ¡oh!, para Lynch, desde que se encerró en un establo para pintar, los cuadros son imágenes con sonido y movimiento, la pintura entendida así, antes que la fotografía, es el inicio de su cine; su cantera.
La intimidad es, otra vez más, el gran fracaso de la cinta autobiográfica. No consigue enfrentar al creador, a cara de perro, ante los fantasmas, las bestias negras y las contradicciones de su propia vida. Ante la paradoja que se establece al comparar la turbia especulación tentadora de sus películas, el peligro de sus cuadros, -el mismo peligro que la idea de la muerte puede tener sobre el suicida, puede resultar seductora, tentadora y altamente atractiva: la promesa de descanso- y los pequeños detalles fácticos, diminutas heridas empíricas de la rutina y la familia, que los desencadenan. En el punto dulce de la narración, desaparece la intimidad; revelando con ello una importante ausencia, un notable fracaso. Ante la tenebrosa profundidad de las cañerías ficcionales de Lynch no hay explicación ni respuesta desde los hechos íntimos de la vida; quedando la intimidad bajo la mancha negra de la ignorancia que acompañará parte de su obra. Por el contrario, su gran logro es precisamente establecer el estudio del autor como un no-lugar, distante, relativamente indiferente, cálido, desde donde narrar lo que está entre la vida y la obra, esa confusa y ambigua brecha decisiva cuya extensión es un vasto erial; las vías intermedias de creación entre la vida y la -su- representación, el vínculo inexorable entre la copia y la copia, según la semántica deconstructiva del director. Precisamente allí donde está el proceso de creación se dan los tiempos muertos, perdidos, gastados, el yermo creativo, que necesita el arte para crecer. Los pozos secos de la nada, los vacíos del silencio y la soledad de los días de tedio, las agotadoras horas de zozobra en que no sale nada; un parcial, en ocasiones total y absurdo, estancamiento de la vida, la más pura inacción del sedentario, ahí, es donde se dibujan las vías muertas que no conducen a nada pero que establecen, a modo de cartografía y mapa general, el mundo propio del artista, o su punto de vista, los pilares y paredes maestras de la obra, los cimientos, que con el paso del tiempo y la decantación de materiales diversos, se convierte en arte, en un intempestivo clásico. En esos momentos en que el hombre se levanta, solo, ante la culpa adherida al sentimiento de derrota, ante el miedo al fracaso, la incertidumbre de si se llegará, es cuando se decide el carácter y se define la personalidad del creador. Dos imágenes. La vida: el niño David sentado en un charco jugando con su pequeño amigo del barrio, bajo la sombra de un árbol que les protege del abrasador sol de Ohio; la vida feliz. La obra: una densa amortización histórica -política, cultural y humana- del cine; la ruptura de todos los géneros y narrativas encartonados, inconmensurable aquí, no me cabe. Entre medias, otra imagen: un siniestro sótano húmedo y oscuro donde el cuerpo de una rata se descompone sobre una especie de mesa de operaciones liberando gases y fluidos intestinales; experimentos con una paloma derretida, deshinchada, con los huesecillos rotos de las alas y las patas, solo el pellejo de la paloma, y unas moscas diseccionadas, mutiladas, amputadas ordenando todas su partes, patas, alas, tripas, junto con un pez, sobre una hoja analítica de clasificación de gran eficiencia administrativa. Todo, la inexorable fórmula del arte con sus incógnitas: el tiempo perdido.
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