Desde hace unos años me vengo dando cuenta de algo insólito, quizá nada
excepcional, pero para mí, y mi juventud, iluminador. Algo sobre nuestra
escritura exotérica, de intervención política, de nuestra prosa en
los medios, calando día a día, mermando nuestros débiles huesos,
decantándose como grandes gotas de agua, gordas, haciendo profundos surcos,
agujeros, en nuestro suelo ético y estético, dejando una plasta como la de un
escupitajo. Se la traga la tierra, pero no desparece su sed, insaciable, su
hambre de porquerías. El asunto es el que sigue. Las grandes voces o prosas
críticas contra el nacionalismo (Arcadi Espada…) quedan en gran medida desacreditadas al ser
incapaces de elaborar una crítica al mismo nivel perforador y erosionador
hacia el capitalismo y su cómodo refugio de corte uterina en el Estado
hispanísimo en el que chapoteamos. Y viceversa, los
supuestos intelectuales de izquierda (la mayoría, los de hoy, son
ágrafos y totalmente mediáticos, cuando no, directamente escriben con los pies
sucios) radical, morada, o romántica, llegan a demostrar sus
audacias y agudezas contra la mercantilización de los
cuerpos, el carácter constructivo y disciplinario del sexo, la violencia
del lenguaje estructural de la tradición, el peligro de la testosterona
hipertrofiada en política que conduce a una personalidad
autoritaria, y el fetichismo productivo de una sociedad
deshumanizada; pero son incapaces de ver la amputación antropológica del
nacionalismo: ese hurgar en las entrañas como chacales, hienas sin mayor
escrúpulo que el instinto de supervivencia, ese hurgar el material
antropológico primitivo para pervertirlo, adulterarlo, someterlo. Como toda
mitología política, y toda mentira sentimental, la reducción de la razón
política, la fabricación de una vida y un mundo ficcional sin conflictos, un
tiempo diacrónico, el tribalismo y el barbarismo ocultos bajo los ropajes de la
vida moderna, su velocidad y su simpatía adherida, son su objetivo último. Pero
la izquierda pop, radical, no lo ve, no quiere verlo, no se siente como la subversiva
lejía de esas manchas. Omiten, sólo por zafia estrategia mediática y electoral,
la asumida e integrada doctrina regresiva y racial que tan bien detectan en las
hipóstasis y los tropos del liberalismo. Que dada su posición de antítesis
en la dialéctica comercial de las tecno-ideologías resulta una tentadora forma
de negocio y, creen erróneamente, una suculenta oportunidad para ocupar la
hegemonía política, ya sea con la confianza del más zarrapastroso aliado
chovinista. El mainstream de la
izquierda española realmente existente revela crudamente su inutilidad, la
imposibilidad de su pluma, la escualidez de sus textos, su relativismo moral,
los andamios de su propaganda; fruto de la aceptación contaminadora
del nacionalismo. Lo aceptan como una estrategia política
legítima, como inevitable pragmatismo, un peaje insobornable para la
redención y resurrección de la “nueva izquierda”, como un entrañable,
exótico e inofensivo animalito político de compañía ensimismado ante el
poder arrebatador de la televisión; eso, cuando no lo exhiben
directamente como una figurita de Lladró a exponer en los escaparates
estrafalarios de la industria cultural. Piensan que son inmunes al contacto con
la arqueología del espíritu del pueblo; que las babas y la podredumbre no les envenenan
la piel hasta filtrarse en el corazón y gangrenar sus extremidades, pero sí,
les invade el misticismo y la religiosidad de su único apoyo circunstancial,
que de serlo incluso en el gobierno (o los distintos gobiernos municipales),
puede llegar a ser patológico.
Si la izquierda, en su sentido más general, no consigue escindirse del nacionalismo independizándose de los pequeños abrevaderos de poder que les ofrecen, cesiones infinitamente más costosas que beneficiosas para la consolidación de un proyecto político emancipador a largo plazo, su posición en el tablero de las correlaciones de fuerzas siempre será tan fragmentario y subalterno como el de los distintos caprichos y antojos que imponen las desalentadoras identidades colectivas de tierra y sangre. Condenados a vagar eternamente por los senderos de la oposición parlamentaria, civil, y los márgenes institucionales, se verán sometidos al juego de los navajeros internos, mientras que los indecibles bloques conservadores y liberales no sólo se consolidan y solidifican en la partidocracia como segunda naturaleza, sino que como canalización de una fuerza repulsiva, provocarán una derechización total, irreversible, mediática, económica y cultural, de la sociedad. Ya vivimos en un país reaccionario, lo suficientemente demacrado política e intelectualmente como para que se condene además a toda posibilidad de un movimiento de izquierdas, a convertirse, al modo de un Destino inalterable, en una fuerza de progreso regresiva, cuyas figuras no estén por inventar en las canteras de la esperanza de algo nuevo (pero basado en las condiciones reales del presente) sino sumergidas en el formol de un pasado histórico mítico, irracional, caduco, y fracasado, que sólo conduce a la ruina. La izquierda más contestataria, por decirlo de algún modo, y la socialdemocracia (¡ay, dios, si pudiese separarse de la tecnocracia!) quizá no lo entiendan nunca, pero la única alternativa al nacionalismo y al capitalismo de Estado ibérico, es su ignominiosa pero necesaria, y esta vez sí, ¡Gran coalición!
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