La institucionalización de la mentira y la melancolía es uno de los signos de la nueva era política, y en especial, uno de los objetivos cruciales del gobierno secesionista catalán, cuyo éxito y beneficio puede verse día a día reflejado en la liberación de la desvergüenza identitaria en todos los medios de comunicación catalanes. Es un extraño territorio divino, donde la distinción entre medios públicos y privados no existe ya que todos están subvencionados en alto grado por el poder institucional; donde la diferencia crucial entre creencias y hechos, propaganda y análisis, legalidad y moralidad, es una mera ilusión; y donde las condiciones mediáticas normales en toda democracia, las reglas y normas del pluralismo negativo que dejan un hueco para que respire la oposición, no operan en absoluto; negligentes y zafios mecanismos de protección de la palabra. Todo anda trufado por esa sutil cosa catalana, tan idiosincrásicamente burguesa, del eufemismo constante que envuelve sus vidas, ese animalito que llevan dentro, esa cosa suave, simpática, aparentemente inofensiva, inane, que llena de entusiasmo el orden discursivo, distorsionándolo, pervirtiéndolo. Todo funciona según la lógica del hombre sentimental, el ser más insensible por redundante antinomia, que tiñe los días y las horas de la vida pública catalana con un tono lacrimógeneo, crepuscular, amanerado, servicial, autocomplaciente, y ficcional, que hace de todos sus actos, absurdos y marginales, un éxito rotundo preñado de vacía esperanza. El último de los intentos de ese imperio de la mentira sentimental ha sido la "internacionalización del proceso" (no se atreven a llamarlo internacionalización del conflicto, por su obscena resonancia); una estrategia efímera y publicitaria, destinada a la distracción más que a la obtención concreta de resultados políticos. Ha resultado ser el más cruel reflejo de su inanidad y vacuidad. Ni los intentos por Europa, ni en EE.UU, han ido más allá de un estéril apoyo de sus copias, sus réplicas internacionales: nacionalistas, xenófobos, regionalistas, antieuropeistas, partidos minoritarios y marginales de derechas, que compartían el cauce de secreción melancólica y sentimental; y una especial inclinación por la irrelevancia moral.
La recuperación del núcleo doctrinal del viejo catalanismo que representaban Pi i Margall y Gaziel, un catalanismo "federalista pactista" no racial, cuya ruptura y humillante derrota ya quedó plasmada en su tiempo, resulta hoy una vía muerta y una brecha insalvable para el nacionalismo actual, que ha perdido toda visión de orden y conjunto político, y ha olvidado, junto con la razón, toda consideración estética del mundo. No hay nada nuevo en eso. El cómico gobierno de Puigdemont (es una ridícula anomalía integrar gobierno y oposición en un mismo partido) parece repetir como farsa el mismo error del siglo pasado, integrando el catalanismo político bajo las formas religiosas regresivas que representó V.Almirall; un nacionalismo con savia racialista compuesto de una extraña mayonesa cortada: catolicismo, lerrouxismo, y darwinismo social (eugenesia). La internacionalización del "hecho diferencial" del actual gobierno, oculta su profundo desprecio por lo político y su preferencia indudable por el mito. El pasado es futuro. El último éxito de la repetición como farsa: la fotografía que encabeza estos apuntes viperinos con los congresistas Dana Rohrabacher, el republicano "libertario", sólido negacionista del cambio climático, y Brian Higgins, desnortado demócrata, (no iban a negar a Dios) acompañando al presidente Puigdemont. Son el resultado de un fracaso anticipado, sólido, contumaz; cuyos estragos serán el enquistamiento y la prolongación infinita del problema catalán como medio para mantenerse en el poder a través del tejido eufemístico, la ficticia superioridad moral y técnica, y la fabricación de promesas vacías. La mentira y la industria melancólica son su único medio de vida, su arrogante sentido, su modo inquebrantable de poder sentimental.
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