jueves, 6 de abril de 2017

Del amor a las marcas


En los últimos días nuestra charca mediática viene cargada de infamias e indigencias. Son muchas, profundas, y de putrefacciones diversas. Como siempre, lo que señalan con la sofisticada técnica de la sinécdoque es una metáfora exacta de su degradación y su perfecta mentira. El diputado Espinar, bobo e iletrado representante de la nueva generación de trepadores de la izquierda pop y cool, fue fotografiado con dos botellas de coca-cola en el comedor del parlamento, después de promover un boicot adolescente contra la compañía de la refrescante bebida azucarada, a causa del ERE (uno de los mayores eufemismos criminales de nuestro tiempo que oculta el despido masivo, el desamparo, el dolor y la culpa) que se avecina en una -habrá más- de sus fábricas. La noticia, evidentemente, no es que haya un diputado tocado por la hipocresía y la torpeza, la exageración y la charlatanería, una boca donde la palabra no encuentra refugio entre tantas moscas. No. La noticia, obtenida por el método Fackel, el desacoplamiento, es la permanente y atávica imposibilidad de un oficio: el lenguaje periodístico es incapaz de asumir una semántica crítica contra la realidad, incapaz de diferenciar, y mantener el conflicto, entre lo dado y lo posible, entre las necesidades satisfechas y las necesidades por satisfacer. La prensa, y los mass-media en su forma actual, siguen siendo un vehículo de dominación complejo que bajo el gobierno de una totalidad político-económica inane y represiva convierten la libertad de expresión en un poderoso instrumento de hipertrofia y manipulación, ocultación y reacción.     

El ejemplo es simple pero intenso, difícil de asumir. La marca coca-cola no salió dañada en la sobreexposición mediática de su injusticia, de su crueldad y cinismo: el ERE. Al contrario, se vio reforzada y reafirmada, se vio naturalizado y normalizado su proceso de expulsión necesaria de la suciedad, como si de un organismo biológico que se limpia se tratara, ya que el fetichismo de esta mercancía trasciende la cotidianidad y el aburrimiento psicológico de otros productos menores no mediatizados por la macro-historia. Se han construido relatos míticos, falsamente históricos, de la coca-cola como modo de emancipación política; capaz de derribar hasta el muro de Berlín y el telón de acero. La coca-cola, y cualquier producto de la misma magnitud teológica, desborda las clásicas reflexiones entorno al placer negativo y el goce sin objeto de los productos de fabricación y consumo comercial: no desear algo concreto, una cosa determinada, comprarla y satisfacerse, sino mantener el deseo de seguir deseando, la insatisfacción químicamente pura de la sed insaciable del sujeto de placer. La complacencia sería la supresión del deseo y su voracidad, y el fracaso de la dialéctica escatológica de la mercancía, que apunta siempre a un exceso de placer inherente en el cuerpo del hombre al que le corresponde una dimensión sublime: la promesa de amor puro, sin temor a pérdida, un goce infinito, apologético y seguro. Repito, la coca-cola bajo condiciones capitalistas se convierte en un objeto trascendente que cristaliza en lo histórico utópico para dotarse de una carga simbólica tal, que le hace representar algo más que la economía libidinal individual de un sujeto o un modo de producción concreto: representa todo un sistema de vida moderna y espiritual, una cosmovisión del mundo político, religioso, cultural e histórico, una nueva libertad moral, de costumbres, y un estado de movilización general. La coca-cola es un maldito tropo, un objeto escatológico que significaba, frente al comunismo, la salvación o la condena de los hombres; su compra y su consumo es la elección y aceptación de la libertad, la democracia, el progreso y la prosperidad. Una prueba de todo este concentrado de significación es la película Un, dos, tres (1961) de Billy Wilder.   

La crítica, la escritura, debería ser capaz de revelar la secreción del hechizo de las exquisiteces teológicas de lo comercial: el tránsito de lo sublime al excremento, la basura y lo residual del objeto de consumo. Capaz, de devolver al objeto su historicidad, su contingencia y su discreto lugar desublimado y secularizado. Los medios ante la contradicción flagrante de la coca-cola, vivir en la opulencia y el máximo beneficio y despilfarro, y despedir por "necesidades presupuestarias" a los trabajadores, se fijan en la doble moral y la torpeza del diputado Espinar. Porque atacar a la coca-cola es atacar a nuestro sistema de vida, atacar a la mitología de la democracia del mercado que reduce la libertad política (positiva) a la libertad negativa de elegir para mi familia entre la comida de gato o la de perro para cenar.       

Existe un último y definitivo elemento de la sinécdoque que podemos deconstruir para dejar la contradicción bien abierta y en carne viva, y es la llamada nivelación de las distinciones de clase que decía Marcuse -la unidimensionalidad-, y que revela el verdadero sesgo de la función ideológica: el conocido "Todos bebemos lo mismo, todos bebemos coca-cola". Si el trabajador y su jefe se divierten con el mismo programa de televisión y visitan los mismos lugares de recreo y ocio, si desean el mismo tipo de vicios y mujeres, si la secretaria se viste con los mismos zapatos y el mismo vestidito que la hija de su jefe, si el negro tiene un BMW y fuma el mismo tabaco, si todos leen el mismo periódico, y nadie lee un libro, y se sacian con el mismo refresco azucarado, esta asimilación indica, no la desaparición de las clases, sino la medida en que los deseos y esperanzas, las necesidades y satisfacciones que sirven para la preservación del "sistema establecido" (la red oculta de relaciones de dominación) son compartidas por la población subyacente (por todas las clases sociales). Son las mismas para toda la población: todos anhelamos y esperamos lo mismo en las mismas circunstancias del mundo y la vida capitalista. Imposibilitando que las costuras se deshilachen, que surjan vetas de subversión o resistencia, rupturas emancipadoras, que aparezca algo nuevo; pues toda disonancia será reescrita en los términos alienantes del marco común de deseos e ilusiones, castigos y recompensas. La coca-cola y su correlato mediático-político, la imposibilidad de la crítica, son la verdadera iglesia invisible.

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