miércoles, 28 de diciembre de 2016

Barcelona y sus vidas



Una tarde, apurando Junio hasta el borde, de 2016. Humedad y calor en una ciudad en sus finales, si vencen esos, una verdadera necrópolis. Dos jóvenes, reencontrados en el tiempo, de la, tristemente, nueva época post truth y en el supuesto acabamiento de la historia política, hablan sobre sus vidas en una de las mejores ciudades europeas para vivir la vida bonheur, si se posee un saquito de dinero en los bolsillos. Una ciudad tipo, repetida, alienada, de plantilla, y sucia, si se está sometido al universo de sentido del trabajo, al homo economicus. Brutal. Una ciudad, a pesar de todo, de las más equilibradas en el orden estético, geográfico, climatológico y gastronómico; dispuesta para arrancar del aislamiento general la felicidad más concreta. Contradictoria, ay, como tantas. Descosida moralmente e irrelevante culturalmente, por podrida y primitiva políticamente, pero habitable. Hace falta un Kraus para que se viva una ciudad moralmente recta y pueda leerse, sin frustración ni rencor; leerla para vivirla de una manera distinta, y ser en ella de una manera distinta. En fin, dos jóvenes, hablan, de sus vidas barcelonesas. 

Ahora sólo habla un fragmento de la memoria... 

Y.-  Nos encontramos donde siempre. Se oye el hormigueo incesante de la gente en las terrazas veraniegas y su bullicio erótico casi adolescente, frustrado siempre por su vanidad y futilidad; se oye el ruido metálico y seco de los cuchillos, los cubiertos, y las copas donde se ahogan las miserias de la densa intimidad, en ocasiones, vidas enteras, pero no, ni de eso son capaces; sus vidas son propaganda de su propia corrupción, mentira hasta de su propia muerte. Voces graves y agudas, roncas, entrecortadas, aterciopeladas y duras como una piedra, envuelven nuestro cálido silencio y nuestro (re)encuentro. Todo un gallinero psicológico: lo gallinaceo que nos rodea, nos glosa, ¡no somos más que texto!, fundido en el decadente contexto, engullidos por él, prácticamente sin opción. R aparece vestida perfecta para la ocasión, carga elegante y ligera, fresca, con sus autores. Muchos jadean en cada párrafo y sudan tiempos enteros cuando escriben, sin que nada de todo esto le pese mucho, ella sabe llevar sus ideas acorde con los tiempos, pero con líneas sobrias, subrayadas, de elegancia. Viene de aparcar la moto, con nombre humano, o de serie de televisión, ¿Shandi, Sandy?. Yo, llego tarde y de casa, somnoliento, limpio, casi entero y acabado, aunque siempre aguardamos con alegría al otro, con la paciencia y el tímido temblor, un tintineo, de quien espera un placer intenso. Ya en la terracita, hablamos, no hacemos otra cosa que intentar descifrar la mentira de nuestro tiempo; ponernos de acuerdo en un modo de ordenamiento y comprensión del mundo. No hay más que cordialidad y ternura en sus gestos, humanidad e inteligencia en sus palabras. Una humanidad desnuda y profunda. Empezó a hablar, con una franqueza insólita entre mis pares, de lo que realmente interesa y es, mucho a su pesar, de absoluta y total actualidad para la izquierda: el sujeto histórico. De su desaparición y disolución, pues como todo animalito, su vida, depende de sus alimentos, inexistentes, y su adaptabilidad al medio, en este caso demasiado hostil. Un drama para la izquierda, si es que ella misma no lo significa ya. Hablaba digo, sobre una izquierda antigua ya perdida que nunca conocimos, con la autoridad de un juicio autónomo y con todos esos benditos y deliciosos libros reposando sobre su regazo, cómo se aguantaba la enormidad de Ferlosio ahí, ¡qué recostado y grueso se veía a Pla!, el escritor de la ciencia melancólica, con la vaguedad depurada del estilo, colada, cernida, en fuga, en retirada, reculada, de su prosa pura decapada, que decía Arcadi. Algún día tendré que ocuparme seriamente de este asunto, concienzudamente y disciplinadamente, como sólo se hacen los trabajos que verdaderamente importan por sí mismos, y son evidentes para unos pocos. Pla y Ferlosio marcaron esa tarde, pero podrían marcar a sangre y fuego cualquier tarde de cualquier vida, de nuestras vidas, incluso, nuestra vida entera. 

La plaza está llena, es un verano intenso, sudoroso y pesado, pero estamos solos. No nos oye nadie, o casi nadie. No nos importa que nos oiga nadie; aunque tampoco creo que nadie quisiera asumir esas voces, esas palabras, ese carácter y personalidad, van contra todos y contra todo, sobre todo contra esas identidades totalistas, en ocasiones, contra nosotros mismos y nuestro lenguaje. Tal vez no estemos aquí; nadie lo espera. De todos modos seguimos hablando, ella, repito, con esa franqueza insólita. Pretendemos tragarlo y digerirlo todo, tragamos el pasado, el presente, el futuro... pero estamos muy mediatizados,  por nuestro tiempo, nuestro presente nos desborda, nos aplasta, y nos engulle, en un mejunje ácido y extraño.Veo a nuestra generación, ¡no voy a hablar del conflicto político con nuestros padres, y sus residuos, todavía!, como el quebrantamiento de esa ley inflexible de la camaradería, perro no muerde a perro. Yo veo, insisto, ¡perro come a perro!, al modo de la antropofagia. Una mayoría ruidosa, indiferente, ignorante, inculta, apática, frívola y descuidada con lo que realmente importa, burbujeando en su levedad consustancial, estofadas sus cabezas. Y me ronda constantemene ese libro que marcó y marcará mi vida para siempre, uno de los diez más importantes que he leído, La gallina ciega, 1971, de Max Aub, los rincones de mi cabeza contienen los pliegues de sus páginas y fragmentos intensos de sus reflexiones y emociones, que en Aub son exactamente lo mismo, y recuerdo, porque llego a casa y lo vuelvo a leer: << Lo entiendo cada vez menos. Antes las cosas estaban claras y las esperanzas que podíamos tener de una evolución eran también más concretas. Parecían más alcanzables e inmediatas. Pero no resultaron así. La realidad se ha alterado y no hay nada que nos permita pensar que nuestras esperanzas estén ahora más cerca que antes. >> Mi generación directamente no tuvo ninguna barandilla en la que apoyar la esperanza, y nada estuvo claro bajo ninguna luz racional, cierto que no hemos sufrido las ilusiones perdidas, ¡aunque somos muy jóvenes todavía!, pero sí vivimos en la ausencia perpetua de esa esperanza antigua y honda, quizá emancipadora y plena. El único ideal es ese bienestar que se consigue con la traición al conocimiento, que dice Adorno; y desgraciadamente hasta los hombres, amigos y familiares más inteligentes y bondadoso, aspiran a él con inconsciencia y cinismo. Y sigo. Max Aub también escribió la raíz de nuestro tiempo y no sólo el suyo, y por eso es un clásico, intempestivo. Cuenta en su dañado y melancólico dietario, esa crónica sentimental, que lo más grave de su retorno a España y su penosa situación, precaria, no era la ausencia de libertad, sino la indiferencia gozosa y cínica con que los esclavos opulentos, los asimilados, vivían esa ausencia. A esos españolitos del franquismo, mentecatos y cobardones, les daba absolutamente igual la supresión de la libertad mientras pudieran llevar una vida acomodada y en "abundancia". Vivían como si no hubiera sucedido nada, como si no pasará nada, cuando todo había cambiado bajo sus pies hacia la decadencia y la indecencia; esa calma inocente y confusa tras el terremoto que se lleva tu vida por delante, ante tus ojos. Hoy sucede algo parecido con la verdad, el conocimiento y la vida justa, una vida adulta en estado de razón y serenidad, con aquello que no nombro, que no digo, pero que solo escribo, porque solo puede ser comprendido por la totalidad de la escritura o por una vida intuitiva, genuina y espontánea, y que realmente importa, mientras otros, los otros que no míos, lo hunden en el fango más viscoso y oscuro. Viven sin una sola brecha, sin un solo temblor, con una terrible firmeza de su yo hueco y vacío, en una dramática indolencia. Al borde, insoportable.  

Fin de una tarde de Junio, agotada, consumida, sin más.


No hay comentarios:

Publicar un comentario