Rafael Barrett escribió, rescatando el final del último artículo como un inicio, en los periódicos, donde forjó no sólo su obra, sino su escritura. Donde desarrolló un modo radical, como intelectual, como hombre y como escritor, de ordenar el mundo y luchar contra una realidad opresiva. Una plataforma para alzar la voz y prestarla para aquellos que, teniendo razón, no sabían, no podían, expresarla. Pues toda verdad necesita sus caminos de belleza, y esta, su inexcusable soporte humano, su cálido tacto. Codificó, ahogando la tragedia en la escritura, el drama del ser humano en términos de esperanza. Lo que llaman las cabezas que huelen a pescado podrido, inteligencia de nenúfares, obstáculos, motores, para el progreso o necesidad histórica, él lo entendió como la cruel injusticia del sistema social a la que está condenado el que no tiene poder, sobre todo, el que nace pobre, la primera, y quizá la última y más brutal, condena humana heredada de una civilización que sustituyó la espada por el oro, bañados en sangre. Denunció desde su plataforma rugosa de papel pulpa, destilándolo todo, la injusticia de la vida que divide a la criatura humana entre poderosos y sometidos. Esa denuncia no fue en vano, ni maniquea, su grito literario dio voz, creó e introdujo la metáfora de carne y huesos en el imaginario colectivo de los que no se someten; siendo los desheredados y los humillados el material real del mundo y el cuerpo de su única esperanza. Un grupo de vencidos anónimos y sin rostro, cuya silenciosa voz susurraba pan y bondad para todos, hasta rescatar el espíritu del hombre de la fatal inclinación de nuestras mentes sedientas y nuestras almas hastiadas, de indolencia. Un mero estar y soportar estoico, como un cordero sacrificial, esperando la sentencia mortal de la cruel maquinaria social y su sádico dinamismo, que condena no sólo a los cuerpos pobres y débiles, sino hasta las virtudes de los que hacen la vida y la traen con las manos y la voluntad. Una sociedad dolorida, magullada, de hombres con almas arrugadas, pies negros y ojos ensangrentados, engendrados por vientres estremecidos de horror, vagando atónitos por el macabro teatro de la vida en guerra, que configuran una historia de la orfandad abierta por el crimen, aplastando víctimas y cadáveres, al pasar arrogante y cínica.
Parecería que es un pesimista, pero realmente, su grandeza consiste en convertir todos estos escombros, los restos desordenados y manchados del hombre, en un motivo por el que luchar, por el que guardar esperanza, pues la luz de la razón ilumina la oscura ceniza, para comprender, y el viento del tiempo la arrasa, para superarla; dejando paso a una fértil y nueva tierra del porvenir. Su fe en esa nietzscheana afirmación de la vida de los grandes de espíritu, la moral de los nobles, heroica, potente, constante y verdadera (ya dije que su recepción de Nietzsche es paradójica y productiva) la traslada más allá de los límites de la voluntad humana. La esperanza en lo nuevo es irrevocable; dice: << El tiempo camina sin mirar atrás; todo le es permitido menos arrepentirse y deshacer su obra. No podemos más que avanzar. El universo no retrocede. ¿Cómo no llenarnos de esperanza? ¿Cómo no sentir la inminencia continua de lo nuevo, de lo que a nada se asemeja? [...] la Naturaleza no nos ha revelado hasta hoy ningún factor tan prodigioso como el hombre [...] Y poseídos de la embriaguez del bien, del vértigo del futuro, seguimos la marcha. Apartemos los ojos de la noche que se inclina; fijémonos en la aurora. Y si el pasado intenta seducirnos con su arma de hembra, la belleza, rechacemos la belleza, y quedémonos con la verdad >> Barret a pesar de las ruinas, de su atroz realismo para analizar su presente, posee un vitalismo y una confianza en la grandeza del hombre y su carácter natal, en la natalidad genuina de cada vida, de cada acción. El hombre no es un ser para la muerte, su destino es la vida, nacer, empezar algo nuevo, iniciar lo que nunca antes existió y no se espera; esa es la esperanza que existe en toda vida que nace, en todo tiempo nuevo, en realidad, en todo presente inmediato. No somos ya lo que fuimos; nos despertamos otros cada mañana, vivir es renovación, no una prisión de las raíces y los fantasmas, lo único que existe es el porvenir. Ese porvenir es realista, se sitúa en la tierra y en la vida el hombre concreto, pues no hay nada mejor que el hombre, todas esas promesas o vanos y arrogantes intentos de superar el alma y la voluntad del hombre son el principio que alimenta el animalito de la mentira, lo que lleva a la destrucción más absoluta, a los ideales sangrientos. La filosofía de Barrett en este punto es clara: es una filosofía de la alegría y la esperanza (no una filosofía de la historia) como posibilidad de un futuro mejor entre los escombros de una civilización bárbara con el colmillo torcido. Una civilización de acero: << El acero corta porque sus moléculas están terriblemente encadenadas >> Terrible y preciosa metáfora.
Parecería que es un pesimista, pero realmente, su grandeza consiste en convertir todos estos escombros, los restos desordenados y manchados del hombre, en un motivo por el que luchar, por el que guardar esperanza, pues la luz de la razón ilumina la oscura ceniza, para comprender, y el viento del tiempo la arrasa, para superarla; dejando paso a una fértil y nueva tierra del porvenir. Su fe en esa nietzscheana afirmación de la vida de los grandes de espíritu, la moral de los nobles, heroica, potente, constante y verdadera (ya dije que su recepción de Nietzsche es paradójica y productiva) la traslada más allá de los límites de la voluntad humana. La esperanza en lo nuevo es irrevocable; dice: << El tiempo camina sin mirar atrás; todo le es permitido menos arrepentirse y deshacer su obra. No podemos más que avanzar. El universo no retrocede. ¿Cómo no llenarnos de esperanza? ¿Cómo no sentir la inminencia continua de lo nuevo, de lo que a nada se asemeja? [...] la Naturaleza no nos ha revelado hasta hoy ningún factor tan prodigioso como el hombre [...] Y poseídos de la embriaguez del bien, del vértigo del futuro, seguimos la marcha. Apartemos los ojos de la noche que se inclina; fijémonos en la aurora. Y si el pasado intenta seducirnos con su arma de hembra, la belleza, rechacemos la belleza, y quedémonos con la verdad >> Barret a pesar de las ruinas, de su atroz realismo para analizar su presente, posee un vitalismo y una confianza en la grandeza del hombre y su carácter natal, en la natalidad genuina de cada vida, de cada acción. El hombre no es un ser para la muerte, su destino es la vida, nacer, empezar algo nuevo, iniciar lo que nunca antes existió y no se espera; esa es la esperanza que existe en toda vida que nace, en todo tiempo nuevo, en realidad, en todo presente inmediato. No somos ya lo que fuimos; nos despertamos otros cada mañana, vivir es renovación, no una prisión de las raíces y los fantasmas, lo único que existe es el porvenir. Ese porvenir es realista, se sitúa en la tierra y en la vida el hombre concreto, pues no hay nada mejor que el hombre, todas esas promesas o vanos y arrogantes intentos de superar el alma y la voluntad del hombre son el principio que alimenta el animalito de la mentira, lo que lleva a la destrucción más absoluta, a los ideales sangrientos. La filosofía de Barrett en este punto es clara: es una filosofía de la alegría y la esperanza (no una filosofía de la historia) como posibilidad de un futuro mejor entre los escombros de una civilización bárbara con el colmillo torcido. Una civilización de acero: << El acero corta porque sus moléculas están terriblemente encadenadas >> Terrible y preciosa metáfora.
Ese es el contenido de su literatura carnívora, una escritura carnal que vive: respira, suda, se estremece; su sangre de fuego circula entre su sintaxis, su pulso late en cada palabra; los fluidos, los líquidos empapan los sintagmas, mojan el papel, nos salpica; la fuerza recubre su prosa, y sus pensamientos como avispas que surgen de la colmena magistral de su lenguaje, nos desgarran la piel y la carne. Un idioma singular nutrido por las tierras que atravesó y en las que recostó, para madurar, sus lúcidas y ácidas ideas. Esa alegría que posee en su radicalidad se expresa en su estilo, en el carácter humorístico e irónico, satírico en ocasiones (posee artículos con personajes y pequeñas escenas teatrales), de sus textos, tan vivos y densos como un hormiguero. El humorismo y la ironía, junto con su idiosincrasia, la condición vital, material, y el estilo punzante y carroñero de su pluma, se convierten en el aparato crítico principal de la obra de Barrett, Moralidades actuales. El trasfondo de sus textos, en la trastienda de su obra, se esconde el método periodístico, un periodismo literario o una literatura periodística, que cumple con su esencia ahorrativa, breve, contenida, miscelánea, cuya ejecución repetida y ritualizada conduce una irónica meditación sobre la actualidad, lo simple, lo viejo y lo nuevo (del tiempo). Su predicado literario añade a su estructura textual la posibilidad de la reescritura y el reciclaje constante como proceso de fabricación y producción de artículos; de carácter aforístico y poético, su intención es trascender la adhesión del periodismo a la caducidad, arañando la retina del lector con el lirismo de su prosa. Alejado de maniqueísmos, reducciones binarias, tópicos y luchas del bien contra la bestia, Barrett analiza con un brillante estilo, sutil y matizado, aunque brutal y contundente, que puede vincularse con Larra, las contradicciones e hipocresías de la sociedad y nuestra civilización. Hay algo más profundo que un parecido formal con Larra: su búsqueda de una expresión precisa, pero envolvente, donde el desarrollo del discurso literario va rodeando al lector, apretando como una anaconda, hasta dejarlo atrapado, asfixiado, en una conclusión que apenas espera, que apenas atisbaba cuando inició su lectura. Fue un radical, como intelectual y como escritor, y como tal, su radicalidad se define por una lucha constante contra el poder y la aceptación de la fuerza de la naturaleza; una lucha sobre todo, contra el poder del dinero, y una actitud crítica frente al Estado, las instituciones, la burocracia, el tumulto, la conciliación (la ingenua creencia en la supresión del conflicto humano), y sobre todo frente a la mentira. Aunque se intente, la unión entre fondo y forma es tan densa y sólida, que resulta imposible descifrar su estilo, tan imposible de descomponer analíticamente como la experiencia, pues su lectura es una experiencia honda y solitaria de un todo indecible e inconmensurable, a pesar de la contención espacial de sus escritos, de su limitación textual. Es un realista esperanzado, un optimista crítico.
Barrett en el fondo atrapa y seduce al lector porque sintetiza todas nuestras contradicciones con una belleza sublime, tan chispeante y acaparadora, que nos desborda, nos refleja como ningún otro espejo social o artístico podría capturar nuestra resbaladiza imagen y jabonosa condición. Si lo aborrecemos, nos aborrecemos a nosotros mismos, si lo odiamos o lo amamos, luchamos contra nuestras miserias y grandezas, si somos indiferentes a su prosa, somos unos indolentes. Su mundo de luchas diarias, de una poesía y crueldad indescriptibles, que se nos presenta a cada paso, es nuestro mundo; hambriento de justicia. La síntesis de este hombre y el escritor que va adherido a su piel como un microbio, puede encontrarse en un viejo sintagma periodístico: "¡Hoy amaneció!".
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