sábado, 30 de abril de 2016

La escritura aromática de la señora Fisher




Hay libros que no solo ocupan un momento en la vida, como los que ocupan un insignificante espacio en los anaqueles de una biblioteca adolescente, sino que abarcan una vida entera; valen una memoria opulenta, pues palían y cubren aquel fugaz pero intenso desamparo de los niños cuando descubren el mundo. Un momento, tengo que reconocer, que he visto en muy pocas personas de mi entorno, de mi insulsa e inodora generación, y que denota una cierta inocencia e ingenuidad perennes que solo conservan los niños que viven en un mundo de adultos sin revelar. Algunos libros simplemente consumen un tiempo limitado y ceñido en lo inmediato, adheridos a la piel de lo pasajero. Otros, consumen el tiempo en cada instante; ese es el caso de Un alfabeto para gourmets (1949), un libro de MFK Fisher (1908-1992), una mujer de rostro diáfano y abierto a la vida, sonrisa picarona y cascabelera, mirada exuberante y cejas inverosímiles; una de esas mujeres con la que ningún hombre dudaría ni un segundo en casarse; al menos, pasar una dilatada y golosa velada. Sólo un necio pasaría por alto que su inteligencia, garbeo del alma, es un atributo de la belleza, y esta, un atributo de su tintineante inteligencia. Ese indivisible binomio que afecta a la señora Fisher, de inocencia arrugada, hizo que mantuviera, con la experiencia que da la decantación inflexible del tiempo, los pequeños trucos de la vida y los trasladara a su escritura: la astucia, la alegría, el erotismo y la moralidad. Esa rutilante escritora, de prosa aromática y sabrosa, sintética y antiretórica nos enseñó que el comer es algo más que metabolismo, es algo más que necesidad biológica de apaciguar el hambre o la necesidad moral de alimentar al hambriento. Nos enseñó, que el gusto y el placer por la comida es un asunto tan humano y apremiante como la libertad, tan enraizado en la memoria como en el tiempo, y del mismo rango que el amor; las veces, la misma e indisoluble cosa. Ya que en la cocina, como en la mesa, se juntan las cuatro o cinco cosas que realmente le son importantes al hombre: alimento, seguridad, libertad, memoria, amor... Fisher es de aquellas escritoras que, como damas hijas de su tiempo, escribe para comer; no como aquellos, belles-lettres, que (no) comen para escribir. Una singularidad doméstica que acuña un estilo tanto ético como estético. En cada párrafo gastronómico se percibe y se captura el instante de felicidad, como cuando la poesía atrapa y suspende, paraliza, un instante del tiempo, húmedo y redondo, como las gotas de lluvia suspendidas en el cielo. El placer en cada bocado, futura evocación literaria, y el considerar la palabra como el plato transversal de cualquier menú fue, seguramente, lo que le permitió hacer comidas y cenas insuperables, cuyo placer solo era comprensible si lo acuñaba en la escritura y lo transmitía a sus lectores. 


MFK Fisher, escribió solo para su público, algo típico de la prosa horneada en los periódicos y que tendremos que agradecerle eternamente. No pretendía convencer a nadie, apropiarse del ego y la razón,  pues el diálogo era meramente entre amigos, alejado de los plumajes dorados de la teoría; una especulación que no se permite en una mesa sin enemigos. Es de esas deliciosas y tiernas escrituras que no saca conclusiones ni parte de axiomas especulativos, sino del fruto más nítido y puro de la experiencia de lo vivido, su recuerdo y su recreación en esta cicatera tierra. Un libro que no va escrito en contra de nadie, ni a favor de nadie, que no pide ni permiso ni perdón; aquel perdón por la inexorable melancolía del adulto que sustenta y tiñe la prosa de tantos memorialistas (Gaziel). Ni posee la intención de ensayar las múltiples formas de la venganza que el tiempo concede en su ininterrumpido paso, o en el otro extremo, la vergüenza de la justificación por escribir sobre lo que se escribe y desde dónde se escribe: desde la memoria y la mesa. En la mesa caben todas las pequeñas preguntas cotidianas que hormiguean y nos inquietan tanto como sus mayores: quién se sienta en la mesa, qué comen, cómo lo comen... Su alfabeto, su maravilloso libro, es una reconstrucción de la memoria viva; uno de esos libros de memorias escritos sobre la base de lo que bebimos y de lo que comimos, que es lo mismo que la vida, y de la palabra redentora de la melancolía que se desprende de todo ello como una costra. Cada párrafo deja el rastro indeleble de una mujer que amó y fue amada, una mujer que lejos de la glotonería moral de los adscritos a "vivimos para comer" y la pragmática insipidez de, quizá porque no les quede más remedio, "comemos para vivir", comió para luego escribir, y escribió, para luego vivir (también en la memoria). 


 Sus escritos tan solo  hablan de la felicidad y de la vida, en su sencillez y austeridad más absolutas y descarnadas, de los efímeros pero intensos instantes de felicidad que por si mismos condensan una vida y  hacen que merezca la pena vivir, con entusiasmo y júbilo, y  a su vez, construyen, aunque sólo sea en un cruce de la ilusión, la fabulosa seguridad del sentido. Hacer coincidir vida y sentido en un simulacro escrito, es una de sus mayores grandezas. Supo estar y comer sola, supo comprender la necesidad de la soledad tanto en la comida como en la escritura, dos artificios intensos para ordenar el desorden del mundo que nos rodea. Para distanciarse de su inmediatez y suspenderse en la raíces morales y estéticas que sostiene la existencia humana asignada al placer intenso de vivir en la vida recordada, recobrada y reencontrada. Relacionó la palabra escrita con el placer, el placer sensual de comer, relacionó el solomillo y la pluma como si formaran parte de una misma y absoluta cosa. Expresar y plasmar en la escritura la esencia del gusto y el sabor de la comida, como único modo de comunicar la sensación subjetiva, le permitió traducir el flujo inflexible, las veces cruel y brutal, de la vida, en dulces tostadas con leche, golosinas para el cuerpo y el alma como gumbo de ostras, galletas saladas con mantequilla, sopa Borsht, caviar campesino, calabacines poulette o sabrosos pastelillos de arenque.

Todo escritor es cuestionado por lo que escribe, el cómo lo escribe y el para qué lo escribe. Fisher contestó siempre a esa clase de preguntas, - ¿Por qué escribes sobre el hambre, la comida, sobre comer y beber? ¿Por qué no escribes sobre la lucha por el poder, la guerra y la seguridad, el amor, como hacen los demás? - con la sencillez y rotundidad que caracteriza a los desacomplejados, los que no se dan importancia a si mismos, a los grandes. Algo que ella se tomaba como una acusación y un reproche, como si escribiera sobre algo vulgar, como si fuera desleal al honor de su oficio, lo convertía en la excusa perfecta para justificarse con tanta audacia que parecía que no lo hiciera. Teniendo en cuanta que es una escritura de la levedad, de la profundidad de lo superficial (que no lo light), contraria a hundirse y perderse en trascendencias oscuras y pantanosas, para ella el fracaso de la escritura, ese hurgar en la obra de arte sin hallazgo alguno, no será por la inefabilidad del arte, sino por la claudicación humana del tiempo. Nada indecible existe siempre que se afronte la escritura con un humilde acarreo de materiales, como sucede con el hecho y la observación empírica. La respuesta a los reproches es por lo tanto, llana y sencilla, ella, como la mayoría de los hombres, tiene hambre. Y esa actividad, alimentarse, tan propia y común, está tan mezclada, combinada y enlazada, con el amor, la libertad y la seguridad que resulta imposible pensar en una dejando de lado las demás; de tal modo que escribir sobre el hambre es escribir sobre el amor, el hambre de amor, la calidez, la necesidad y ansia que esta nos despierta... del hambre satisfecha y su plenitud en el tiempo. Dice para terminar: "Hablo de mí misma, del pan que comía en la ladera de una montaña, del vino tinto que bebía en una estancia hoy hecha añicos, y sin querer también hablo de los que estuvieron conmigo entonces, así como de sus profundas necesidades de amor y de felicidad [...] Cuando se parte el pan y se toma el vino no solo se produce una comunión entre los cuerpos". Una vida, una escritura y una memoria, en su forma única y verdadera. 

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Cortesías; Writer With a Bit.  




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