martes, 8 de marzo de 2016

Cuando la estupidez golpea (yII)



Como dejé apuntado en el artículo anterior, encuentro en los niños liberales, una mezcla de rastro fangoso y fétido de propaganda adherida a los pliegues de su piel, y rasgos caracterológicos, autoritarios y caprichosos, como eternos adolescentes dependientes siempre de una autoridad superior y teleológica que les  abrigue y les alimente, les proteja y les guíe. Todo, en esa temperatura doméstica entre bebé recién nacido, lavado y saciado en sus necesidades estomacales, y la síntesis entre semen almacenado entre fibras de papel sedoso y sudor corporal, producto de una alteración hormonal y ejercitación física excesiva y sin sentido. Nada mental por supuesto; a esa edad, la que representan y no la que tienen realmente esos bribones, las ideas no están en la cabeza, sino más próximas a la fricción entre la mano y el órgano reproductor, las veces lúdico. Donde se producen todas sus ocurrencias y originalidades. Como decía, los niños liberales, son insaciables con la propaganda y la reducción de las ideas. No las del otro, que desconocen o sacuden como cojines, sino de las suyas propias, que surgen de donde surgen. Ellos, afanosos de la palabra balística, prefieren insinuar sin gracia y pavonear sus anhelos de "triunfador" y hombre de éxito, como animadoras enseñando muslos bronceados al sol; prefieren, profetizar y rendir culto, entregarse y depender absolutamente de un hermano protector, o un padre omnipotente, antes que, oh tesoro envenenado, pensar o reflexionar por cuenta propia.

Esos muchachos son lo que mi querida M, familia y sin embargo amiga, denomina, la gente del "algo". Aquel individuo que necesita estar sistemáticamente mediatizado por algo: una causa, una lucha, una batalla, un Dios, una patria, un mercado... En definitiva, un medio mediocre que entienden como un fin  exquisito, siempre luminoso; pero que los demás ven en su cruda naturaleza: mugre perfectamente pegada a una pared gris y destartalada. Son los mismos que acuden a las fiestas de sociedad con una tarjeta de presentación, artificiosa y ficcional, entre los dientes, como sabuesos, y con el código de barras pegado en la frente o marcado a fuego en el solomillo, como borregos, que informa del insignificante precio por el que están dispuestos a venderse ellos, y quién sabe, a los demás. Esos chicos, animalitos abandonados y desprotegidos por lo real, si no estuvieran entregados a su "causa" o su mentira, como el enamorado se entrega ciego a su amada, necesitarían de un sucedáneo como Prozac espiritual, lo suficientemente potente como para crear una realidad paralela, como en la que habitan de hecho, gruesos y lujuriosos, estos insaciables y pardos animalitos. Como bien dice M, si no fuera el mercado, sería la droga, o cualquier narcótico químicamente relevante. Condenándose al destino que impone lo puramente químico, donde el futuro que es pasado, y el pasado que es futuro, están sin duda cerrados y sellados en un presente de goteras y humedades oscuras. Destino escrito a cuna y tumba.  La cuestión, concluye M, pícara y alegre, es depender y exhibir el "algo", e ir con ese "algo" por la calle colgado del brazo como un bolso de marca exquisito y prestigioso; nuevo, por supuesto. Quizás el mercado sea otro tipo de sustancia, con extensión física y atributo de voluntad y pensamiento incluidos. Al menos así lo ven ellos, jóvenes al fin, como un deporte más, un entretenimiento indolente e inofensivo que no juega arbitrariamente con las vidas de la gente. Los niños, ven la única y contradictoria realidad, las veces terca e inflexible, como una novela, un novelón por su tamaño, de la señora Rand; implícitamente bañada por esas dosis excesivas de sentido escatológico, y las sutilezas, picantes condimentos, que el capitalismo añade: la culpa y el resentimiento colectivo, el culto dogmático e irracional, la construcción de grandes masas de humillados y desheredados, nuevos parias errantes, la necesidad de una reproducción laboral, productiva y consumista ilimitada, el adanismo de la actividad económica, la asimilación entre la vida libre y la alienación del mercado, etc.
 
Sus traducciones políticas son aún peores, pues no solo la estulticia y pobreza de su lenguaje les empobrece a  ellos y sus relaciones directas, sino que contagian y contaminan todo el orden discursivo de lo político. Se han sumado junto a los nuevos izquierdistas de la comunidad liberal (nuevos regionalismos y niños del juego municipalista) que dice Zizek, a la política generacional y la terminología soft de lo digital: regeneración democrática, actualización (como las aplicaciones informáticas) de nuevas formas de relación política y social, reinicios del sistema, que como un ordenador viejo y estropeado, se entiende como un aparato mecánico unidireccional y unidimensional, como un universo cerrado y autista o como un todo solipcista y personalizado que puede manejarse en absoluto como una conciencia plena sin esquinas ni desvanes (el inconsciente), consumidos en su conmensurabilidad inmediata; apagando y encendiendo, en este caso fundación y destrucción política, con un simple gesto o una sencilla acción binaria; sin contradicciones insolubles, necesidades temporales, conflictos inevitables, fisuras irreparables, y verdades enteras inexistentes. El sistema, y sus complementos, ahora es computacional y digital, no convencional, como heredamos de la tradición. Ciertamente las condiciones tecnológicas y virtuales que aporta la nueva reformulación teológica del capital, construyen nuevos contextos políticos, nuevos campos para viejos conceptos, nuevas practicas o nuevas conciencias para antiguos contenidos; pero en modo alguno convierten la política en una cáscara vacía, en un humus informe y soso, o peor aún, un sistema computacional que puede vaciarse y llenarse con las virutas y los desechos de una temporalidad efímera e incierta, sin atender a su tronco vertebrador. Más bien, el supuesto "tiempo nuevo" está tan sujeto al azar y a la fortuna como a los tiempos que Maquiavelo vivía, bebía, y escribía: en los que revelaba las inquebrantables necesidades y determinaciones de la política y su eterna fisiología. Mientras haya conflicto, y siempre lo habrá, y una dialéctica de las afinidades y las fobias, las clásicas relaciones de poder (...), existirá la especificidad del vínculo político que es la agonía y la pluralidad (la diferencia), y su hiperrepresentación: la polemología. Toda política, como bien observó Sánchez Ferlosio, es también una contención o un aplazamiento de la guerra, el conflicto por antonomasia, el objeto de la polemología; quieran los niños privados redimirla con el mercado, quieran los niños violetas redimirla con la justicia social pop.    
 
Estos nuevos niños de la comunidad liberal; desde los minarquistas, nuevos ejemplares de la estupidez, pues sociológicamente pertenecen a lo que mi abuelo denomina, -los muertos de hambre de la clase media, hasta la ideología de las mejillas y los corazones violetas, podemitas y subalternos; comparten ciertos recursos cosméticos y ciertas regiones discursivas: la eliminación del conflicto, las tautologías políticas, el "universo de sentido" teológico o literario (habría que detenerse a comparar la relación o el vínculo que existe entre un narrador, omnipresente y omnipotente, de relato, cuento o novela, y el todo poderoso creador del mundo; un Dios salvaje...), la ideología caracterológica, los índices escatológicos y demás adanismos, terminología en red, políticas generacionales, digitales y computacionales, y una cierta asimilación televisiva (deportiva incluso) y musical de sus formas y figuras como sujeto político. Todo ello conlleva a un estado en que la estupidez golpea con la fuerza de los vientos en una tormenta marítima, y en consecuencia, dificulta la textura firme y crujiente de un discurso político material, realista, memorístico, tradicional, y serio. En fin, a lo lejos, sea como sea "lo nuevo", retumban los ecos de un amargo grito socialdemócrata. No hay palabras para describirlo, pero sin duda se avecinan cambios; quizá  cosméticos y con el mismo contenido socialdemócrata, pero sus formas se agitan, se hipertrofian e hiperbolizan por momentos; como si retorcieran su cuello en busca de nuevas confesiones, nuevas palabras que aún no salen con la nitidez y la articulación suficiente para poder considerarlas como tales, como algo más que un ruido molesto de fondo; en el fondo de sus dañadas conciencias morales.     








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