Mi querida C; mi discreta y segura C, ha vuelto, para irse después, de sus chapoteos en el mar. No sin antes dejar un redondeado y cálido regalito, como gallina ponedora, malicioso tal vez, como los fantasmas de los cuentos de Twain de irónica sonrisa, que puede suponer la afirmación definitiva de mis sospechas hacia el mainstream cultural. Más literaria que los lobos académicos, más literaria tal vez que cualquier otra cosa en su vida, dejaba, en una noche de copas, el regalo en forma de argumento incrédulo; descrédito y escepticismo hacia la apología de los escritores llamados originales, outsiders, periféricos o marginales; aquellos niños mal de casa bien que pretenden épater le bourgeois, o erigirse como l'enfant terrible, rompiendo un canon o la ortodoxia de la basta tradición literaria. Un bufido de desdén cansado, acompañado de sus expresivas muecas ante mis argumentos en favor de una ruptura del canon y la tradición, cuando lo que quería decir era la ruptura con la moda, el cliché, el toque de corneta y el mainstream en la sociología literaria, más que en la propia literatura como disciplina eterna, platónica; me revelaron la necesidad de concretar lo escrito y pensado sobre la hegemonía televisiva de la cultura. Pues mi análisis no consistía tanto, erróneamente expuesto, en una crítica de la tradición entendida como el sentido común la reconoce: el poso y cadencia del paso del tiempo que cristaliza en forma de belleza y autoridad; sino como la tradición española materialmente existente hoy, herencia del eterno ayer de la escritura vertical, estilo mandarín, que tantos y tantos periodistas y novelistas, a los que mentalmente y en silencio me refería, asumieron como corriente principal; de sospechosa ética y refutada estética. Verticalidades de ayer como: Umbrales, Marías, Arangurens, Romeros, Aguirres, Tecglens, Praderas, Moixes, Novísimos, etc. Y mandarinatos de hoy como: sigue la saga Marías, Grandes, Monteros, Molinas, Revertes, Posadas, Zafones, etc. En definitiva, mi distinción repetía la vieja dualidad entre ideal (formal) y material, que no supe, por elemental que parezca, ni siquiera exponer superficialmente.
Los cánones, ortodoxias, hegemonías y demás redes culturales, son materiales y concretas cuando poseen consecuencias políticas, y viceversa. Un alto precio que paga nuestra escritura; herida por la politización de la cultura (que constituye la consecuencia lógica de la estetización de la política) y la naturaleza moral de muchos de nuestros intelectuales que para serlo, necesitan generosos sueldos y puestos de prestigio, lozanas señoras institucionales o gallardos amoríos con el poder. Nada que ver con Escohotados o Jüngers. La compra sistemática de la cultura por nuestra socialdemocracia padre, el PSOE, y la socialdemocracia hijo, El País; ha conformado un ordenamiento atomizado del espíritu cultural: compartimentado, regulado, dirigido, administrado, y reducido a sus intereses económicos primero, e ideológicos después (ambos se retroalimentan). Cosificado de tal modo por el sistema teológico del capital, que es fácilmente gestionado como mercancía inerte por sacerdotes y plañideras que hacen de la neutralidad, su centro descentrado, la ideología de su vida y la "causa" político-cultural de este país de nombre maldito, llamado España. El mandarinato actual de la cultura impone en función de necesidades materiales, deseos crematísticos, una ortodoxia en el estilo y el contenido; y la "clase ociosa" que diría Ferlosio recordando a Veblen (al que no he leído), acepta de buen grado (pues como decía Kant "es más fácil derrocar un despotismo personal que establecer una auténtica reforma del modo de pensar") el nuevo, por su magnitud inconmensurable, fetiche de la mercancía: la publicidad. Que como se dice en el Non Olet ferlosiano, ya no constituye un medio exterior e independiente de la mercancía, que servia para promocionarla o magnificarla, su medio superlativo de visibilidad; sino que la publicidad es ahora una cualidad interna del arte y la creación, de la escritura; la estructura misma de la cultura, herencia de la televisión. La publicidad ha borrado cualquier tipo de frontera distintiva, asimilando productor, producción y producto en una sola unidad comercial: el "hombre anuncio" de Hollywood es el paradigma de esto. La persona del escritor, el libro y su comercialización son momentos de un mismo proceso productivo; de la misma manera que se ha convertido el ocio y su negación (el trabajo) en la misma cosa: en negocio. Esta conversión teológica, milagrosa, y moralmente ratificada por la masa de consumidores y productores, que son ya casi lo mismo, de convertirlo todo en humo y sombra de publicidad, es un efecto que produce la ocupación de la televisión (las cajas vacías) y su espíritu deportivo, del espacio discursivo general; en lo público y en lo privado. Si no es impreciso dicho límite. Que afecta ineludiblemente también a la cultura, que si bien antes ya era un Mito según Bueno, ahora ya es publicidad inherente a la industria productora de nuevos mitos comerciales; una industria que ya no es especialista en productos materiales acompañados de su nimia espiritualidad, sino especialista en la fabricación de tópicos y arquetipos de consumidores, para que compren la reducción de siempre; como si fuera una metaproducción y un metaconsumo. Como ejemplos tenemos las fajas de los libros que marcan las cifras de ejemplares vendidos o publicados, el nombre del propio autor, gigantesco en comparación con el nombre del propio libro; eso, cuando no es ya la fotografía del propio autor la que invade la portada y contraportada del libro; del producto personal más que profesional. Eso, regalos de compra, descuentos, múltiples soportes y packs, son la prueba de la omnipotencia y omnipresencia de la publicidad (la televisión) en el canon de la cultura y su consustancialidad en la escritura y la creación.
De modo que C, lista como el zorro, vio en mi reivindicación de la novedad, la innovación y la ruptura literaria, otra forma del maistream. Pues este, convierte las novedades, sólo hace falta ver la sección de "novedades" de las librerías, en otro tópico y otro modo propagandístico del mismo canon de lo actual y la moda; vulgarmente conocido como tendencia literaria. Reescribiendo los términos que pudiesen sonar a resistencia, disidencia o revolución textual, en mera publicidad y propaganda de la "república de las letras" (J.J.Sánchez). La unilateralidad y unidimensionalidad de la corriente principal, imposibilita en la sociología de la literatura, la más genuina acción del creador: la natalidad de la escritura. Sólo posible en las formalidades e idealidades literarias de la privacidad más hermética y en el anonimato actual de los llamados autores de "culto" como Lerín. Pues cuando yo defendía la oportunidad de ejercitar, ensayar y forzar la escritura, refiriéndome a Lerín, ella, siempre C, entendía otra forma de mainstream; que desde luego aborrezco tanto como ella. Así, cuando hablábamos del reciclaje que la televisión hace de la miseria social y de la escatología de la privacidad; podríamos aplicarlo también a la "cultura" o la escritura. Nada se salva de la modernidad de lo cool. En ambos casos persiguen dos objetivos vergonzosos. Por un lado, reivindicar la autoafirmación del "yo", el ego mediatizado en la realización pseudoindividual y la superación personal; y por otro lado, el carácter fetichista y fascista de la autenticidad y la unidad, que sólo existe como función publicitaria en lo social y no como apuesta real del yo pensante. Con todo, cada vez se me hace más cierta la sentencia rotunda de Quintano en sus columnas de ABC, cuando dice que la libertad de conciencia no casa con la libertad de expresión o publicación; y viceversa.
Los cánones, ortodoxias, hegemonías y demás redes culturales, son materiales y concretas cuando poseen consecuencias políticas, y viceversa. Un alto precio que paga nuestra escritura; herida por la politización de la cultura (que constituye la consecuencia lógica de la estetización de la política) y la naturaleza moral de muchos de nuestros intelectuales que para serlo, necesitan generosos sueldos y puestos de prestigio, lozanas señoras institucionales o gallardos amoríos con el poder. Nada que ver con Escohotados o Jüngers. La compra sistemática de la cultura por nuestra socialdemocracia padre, el PSOE, y la socialdemocracia hijo, El País; ha conformado un ordenamiento atomizado del espíritu cultural: compartimentado, regulado, dirigido, administrado, y reducido a sus intereses económicos primero, e ideológicos después (ambos se retroalimentan). Cosificado de tal modo por el sistema teológico del capital, que es fácilmente gestionado como mercancía inerte por sacerdotes y plañideras que hacen de la neutralidad, su centro descentrado, la ideología de su vida y la "causa" político-cultural de este país de nombre maldito, llamado España. El mandarinato actual de la cultura impone en función de necesidades materiales, deseos crematísticos, una ortodoxia en el estilo y el contenido; y la "clase ociosa" que diría Ferlosio recordando a Veblen (al que no he leído), acepta de buen grado (pues como decía Kant "es más fácil derrocar un despotismo personal que establecer una auténtica reforma del modo de pensar") el nuevo, por su magnitud inconmensurable, fetiche de la mercancía: la publicidad. Que como se dice en el Non Olet ferlosiano, ya no constituye un medio exterior e independiente de la mercancía, que servia para promocionarla o magnificarla, su medio superlativo de visibilidad; sino que la publicidad es ahora una cualidad interna del arte y la creación, de la escritura; la estructura misma de la cultura, herencia de la televisión. La publicidad ha borrado cualquier tipo de frontera distintiva, asimilando productor, producción y producto en una sola unidad comercial: el "hombre anuncio" de Hollywood es el paradigma de esto. La persona del escritor, el libro y su comercialización son momentos de un mismo proceso productivo; de la misma manera que se ha convertido el ocio y su negación (el trabajo) en la misma cosa: en negocio. Esta conversión teológica, milagrosa, y moralmente ratificada por la masa de consumidores y productores, que son ya casi lo mismo, de convertirlo todo en humo y sombra de publicidad, es un efecto que produce la ocupación de la televisión (las cajas vacías) y su espíritu deportivo, del espacio discursivo general; en lo público y en lo privado. Si no es impreciso dicho límite. Que afecta ineludiblemente también a la cultura, que si bien antes ya era un Mito según Bueno, ahora ya es publicidad inherente a la industria productora de nuevos mitos comerciales; una industria que ya no es especialista en productos materiales acompañados de su nimia espiritualidad, sino especialista en la fabricación de tópicos y arquetipos de consumidores, para que compren la reducción de siempre; como si fuera una metaproducción y un metaconsumo. Como ejemplos tenemos las fajas de los libros que marcan las cifras de ejemplares vendidos o publicados, el nombre del propio autor, gigantesco en comparación con el nombre del propio libro; eso, cuando no es ya la fotografía del propio autor la que invade la portada y contraportada del libro; del producto personal más que profesional. Eso, regalos de compra, descuentos, múltiples soportes y packs, son la prueba de la omnipotencia y omnipresencia de la publicidad (la televisión) en el canon de la cultura y su consustancialidad en la escritura y la creación.
De modo que C, lista como el zorro, vio en mi reivindicación de la novedad, la innovación y la ruptura literaria, otra forma del maistream. Pues este, convierte las novedades, sólo hace falta ver la sección de "novedades" de las librerías, en otro tópico y otro modo propagandístico del mismo canon de lo actual y la moda; vulgarmente conocido como tendencia literaria. Reescribiendo los términos que pudiesen sonar a resistencia, disidencia o revolución textual, en mera publicidad y propaganda de la "república de las letras" (J.J.Sánchez). La unilateralidad y unidimensionalidad de la corriente principal, imposibilita en la sociología de la literatura, la más genuina acción del creador: la natalidad de la escritura. Sólo posible en las formalidades e idealidades literarias de la privacidad más hermética y en el anonimato actual de los llamados autores de "culto" como Lerín. Pues cuando yo defendía la oportunidad de ejercitar, ensayar y forzar la escritura, refiriéndome a Lerín, ella, siempre C, entendía otra forma de mainstream; que desde luego aborrezco tanto como ella. Así, cuando hablábamos del reciclaje que la televisión hace de la miseria social y de la escatología de la privacidad; podríamos aplicarlo también a la "cultura" o la escritura. Nada se salva de la modernidad de lo cool. En ambos casos persiguen dos objetivos vergonzosos. Por un lado, reivindicar la autoafirmación del "yo", el ego mediatizado en la realización pseudoindividual y la superación personal; y por otro lado, el carácter fetichista y fascista de la autenticidad y la unidad, que sólo existe como función publicitaria en lo social y no como apuesta real del yo pensante. Con todo, cada vez se me hace más cierta la sentencia rotunda de Quintano en sus columnas de ABC, cuando dice que la libertad de conciencia no casa con la libertad de expresión o publicación; y viceversa.