martes, 4 de agosto de 2015

Strauss para perplejos





Cuando uno escribe no sabe si lo hace desde el propio mundo o desde un simulacro tan real como la distancia condicionada, nunca autónoma, del pensamiento; siempre intencionalmente dirigida hacia el mundo. Uno no sabe si está en la filosofía o en la política, esa dualidad que distingue entre el hombre como ser que piensa y el hombre como ser que actúa. Pues la escritura ciertamente es la textualidad de esa paradoja o contradicción de estar a camino entre lo uno y lo otro: entre la inmediatez e historicidad del mundo y la hermética pureza del pensamiento (verdadero). La escritura, por su propia condición, es más un simulacro que una representación de esa ambigüedad de lo real; que te permite estar fuera y dentro, identificado o diferenciado a la vez, del propio mundo. Que te permite hablar de él y por él, ser sustentado y acogido, y a la vez, ser la  fundación y constitución del mismo. Precisamente en esa fragilidad vidriosa es donde reside la fuerza y potencia de la escritura, de la misma manera que la fuerza de la negación reside en su propia esterilidad, confirmado así en la sociedad de masas.Toda exigüidad o impotencia es la huella, rastro o residuo de la mayor profundidad e intensidad; aunque sea en su forma espectral. La escritura muestra su poder en la inacabilidad y contingencia de lo que cobija: la idea y  la cosa, lo particular y  lo universal, el mundo y su negación. Todo ello envuelto en el almidonado estilo, el medio (y el fin) que permite a la escritura inscribirse en cualquiera de los antagonismos de lo real; en toda paradoja o contradicción, y salir airosa de ello. Cumpliendo su finalidad, que debería ser, a trazo gordo, la misma que la de la lengua: conseguir la objetividad e imparcialidad de la antigüedad, más que la expresión o la comunicación de la modernidad.

Precisamente de eso, del arte de escribir, era experto Leo Strauss (1899-1973), filósofo judío, alemán de origen y norte-americano de adopción, que desarrolló una técnica para descifrar el contenido propio y adecuado de la escritura de los grandes nombres de la filosofía. Grandes autores que por su situación política y circunstancia histórica, tuvieron que adaptar su estilo literario de tal modo, que pudieran ocultar sus verdaderas opiniones a la censura, ideas contrarias al poder establecido o al estatus quo del momento; y transmitirlas al lector inteligente, subversivo. A través de la ironía, de la lectura entre líneas, esotérica, podían llegar los filósofos  a los lectores verdaderamente interesantes y confiables; consiguiendo con ello una doble finalidad: evitar la censura, y establecer un filtro para seleccionar al lector adecuado de sus textos, pensamientos o ideas. Un lector suficientemente inteligente como para digerir el estilo literario y comprender las verdaderas ideas del autor. Distinguir entre el artificio de ocultación o técnica política de evasión, y el verdadero fondo y contenido filosófico del autor. Este tipo de escritura Strauss la denominaba escritura esotérica: de ocultación, no expuesta, invisible. Que podría sintetizarse con lo que él mismo decía: "Tiene todas las ventajas de una comunicación privada  sin sufrir su mayor desventaja: llegar sólo a las relaciones del escritor. Disfruta de todas las ventajas de la comunicación pública sin padecer su mayor desventaja: la pena capital del autor". Toda esta técnica política o micropolítica que dirían algunos, no sólo queda demostrada por los deliciosos y cuidados análisis de las grandes obras de la filosofía política -no sólo escolástico-cristiana, sino también judío-islámica-; sino por el denostado sentido común de cualquier lector medio de los clásicos.

Del mero hecho de la escritura esotérica, se deriva el inevitable y sólido conflicto entre sociedad política y comunidad filosófica (entendiendo comunidad en un sentido metafórico y no literal; y filosofía por subversivo y revolucionario por definición: contrapuesto a lo dado realmente) y por qué no decirlo, aunque sea una blasfemia para la gobernabilidad posmoderna, la distancia y distinción entre teoría y práctica. Entre el reino de los iconos y el de las apariencias, sin que por ello se acepte la valoración o jerarquía platónica entre una y otra; pero confrontándose de manera directa y efusiva  a la hábil y original trampa del simulacro de Deleuze. El mero proceso de escribir, y pretender hacerlo con la armonía y coherencia que requiera la geométrica precisión de acompasar fondo y forma, ya implica la contraposición entre identidades de las diferencias y diferencias de  las identidades que cada uno de los planos, el político y el filosófico, requiere. Pues ciertamente la frontera entre lo teórico y lo práctico no es nítida ni clara, más bien es confusa y difusa en su particularidad. Pero en líneas generales el hombre puede distinguir un plano de otro, puede distinguir cuando sus actos producen efectos y consecuencias físicas, dentro de la ilimitada trama de relaciones humanas; y cuando sus pensamientos, antes de materializarse en escritura, se recogen cálidamente en la decorativa metafísica y en la inmanencia del lenguaje; sea en sus plasticidades o mutaciones. La política, como todas las apariencias (en sentido arendtiano) es frívola y superficial, mientras que la filosofía se presta siempre a un juego hermenéutico más delicado y sofisticado, juega a entrar en lo más universal a través de lo más concreto (el ser por ejemplo, es aquello más concreto y a su vez lo más abstracto); esa condición paradójica de la "profundidad" es antagónica a la cotidiana superficialidad de la práctica real; y por eso mismo lo filosófico es revulsivo y subversivo en la política. Esto no significa que no guarden una necesaria e íntima relación, pero desde luego no se unen en una plena asimilación o identificación, como los simples o ingenuos historicistas (en todas sus múltiples formas) que identifican un pensamiento a una sociedad (y una única experiencia posible), o los problemas filosóficos con meros problemas históricos.




















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