lunes, 1 de junio de 2015

La palabra señores... O sea, la higiene señores...



La "plazuela intelectual" que es el periódico era su recreo filosófico; periodismo y filosofía eran dos momentos de un mismo proceso productivo, un contenido adulterado expresado en la forma almidonada más próxima al público y al mercado. Su fogonazo verbal y los ritos de apareamiento de sus palabras revoltosas, verdaderas perdigonadas, eran su carta de presentación: animosa, gallarda, engatusada, irónica y por qué no decirlo, elitista. Provocadora para propios y extraños. Pues su postura, aunque muchos la hayan tildado de oportunista o tercerista, siempre mirando de perfil; realmente era incómoda, al menos en cuanto a los meandros de la pluma se refiere. Lejos de los intelectuales de corte real y de tallo vidrioso, siempre estuvo más cerca (en tensión) del edulcorado hombre medio liberal (republicano), reacio a los cortesanos y más soberbio incluso que los intelectuales; declaradamente escéptico frente al intelectual de periódico. Ciertamente era un hombre académico en sus andares, aunque su retórica aúlica rebosaba visión más que mastines teóricos; su escritura, forjada en el papel de las rotativas, prefería la frenética vida de la fresca columna, antes que las tristes y quejumbrosas lecturas de polvorientas y oscuras bibliotecas. 

Ortega era un maestro amanerado y engolado de la palabra; ratio de la higiene personal, que no sólo depende de los horarios de ducha familiar, siempre que se habla de familia se habla de los efectos de un regimiento, en términos cualitativos más que cuantitativos. Sino que depende de los actos de pureza en el habla, en el caso infantil, y de la sobriedad balsámica del escribir maduro. De estilo algo empalagoso y perogrullesco, no falto de elegante soberbia, su prosa era demasiado dulzona tanto para analíticos como literatos; propia de los restaurantes castellanos de cochinillo y helado. Aunque era lo suficientemente inteligente como para priorizar lo artístico a lo técnico, y no enajenar al lector de mercado con mareas especulativas o curvas lingüísticas al estilo hegeliano. El palpitar del artículo y el Pathos  inmediato de lo real le obligaban a una musicalidad castiza, irónica y sarcástica, de fácil digestión y fructífera sobre-producción. Pastoreando así al lector hacia un sólido y agradable monte de claridad y sencillez, de ágora pública, de diálogo y discusión, donde los temas cotidianos, esos que conforman la realidad radical de nuestra circunstancia, eran cuestionados con sentido cómico y pulso de cirujano. Ortega entendía que la razón era la luz que debía iluminarlos y deslindarlos, pero no una cualquiera, como la plancha razón mecánica del racionalismo recalcitrante del XVII-XVIII, geométricamente instrumental y herméticamente esquemático. Sino una razón viva e histórica, una Razón vital, entendida en un doble sentido: la razón como una función vital más, y  la vida como función de dar razón. Una concepción orgánica, concreta e integral de la razón, cuya industria es la propia vida, y su laboratorio la experiencia de la misma; y no sólo las cosas y problemas objetuales de la trastienda académica, en ocasiones más cosmética que real. 

De la misma manera entendía el lenguaje; lejos de ser una pieza de engranaje de un macro-complejo intelectual, de un sistema arquitectónico inerte e inamovible; el lenguaje es la posibilidad viva y flexible de un permanente diálogo (adaptabilidad) con la circunstancia histórica. Lejos de tener solamente una relación operacional con el lenguaje, éste constituye en el hombre una función vital, de orden tan primitivo y natural como el respirar, el ver, el calentarse o el comer. Una necesidad o puro acto de supervivencia y adaptabilidad al estilo del nietzscheanismo lingüístico. No por ello resulta ser más sencillo y simple, más al contrario, esto significa que su codificación y traducción inteligible, requiere de métodos más frágiles e inestables, más sublimes, casi estéticos, que el camino (in)seguro de la ciencia maquínica. Pues como dice Ortega: " Sirve bastante bien para enunciados y pruebas matemáticas; ya al hablar de física empieza a hacerse equívoco e insuficiente. Pero conforme la conversación se ocupa de temas más importantes que ésos, más humanos, más reales, va aumentando su imprecisión, su torpeza y confusionismo". Siendo así el lenguaje, más que un instrumento objetivo, un instinto natural, un instinto subjetivo, en el cual, tanto hablar como escribir suponen una operación mucho más ilusoria de lo que suele creerse; relativa a cada individuo o grupo (étnico) de individuos. 

Definimos el lenguaje como el medio que nos sirve para manifestar nuestros pensamientos, e incluso para ocultarlos y mentir, para llegar a entendimiento. Pero Ortega se pregunta lo siguiente en Prólogo para franceses, el prólogo para la nueva edición francesa de La rebelión de las masas"¿No es sobremanera improbable que mis palabras, cambiando ahora de destinatario, logren decir a los franceses lo que ellas pretenden enunciar?" Poniendo de relieve (al margen de consideraciones etnográficas, por mi descartadas), que en dicha definición, no atendemos a lo más importante: que lo más peligroso de aquella definición es la añadidura optimista y virginal con que solemos escucharla. Como si el lenguaje fuera puro e higiénico de por sí, como si no poseyera un verso y un reverso, este último tan séptico y oscuro como el más hondo de los pozos humanos; que consiste en la inadecuación entre pensamiento y expresión. El hombre cuando se pone a hablar lo hace porque cree que va a decir adecuadamente cuanto piensa. Pues bien, esto es lo ilusorio. El lenguaje no da para tanto; siendo para el hombre en ocasiones, imposible entenderse con sus semejantes, comunicarse con sus nítricos interlocutores, o acceder al indecible prójimo. Todo ello se debe, no a un defecto del lenguaje, a un vicio o error de la estructura instintiva del lenguaje, sino a una falta de ecología, de ética medioambiental; a la desatención de la administración económica del del lenguaje, y a su abandono contable. Una contabilidad que no sólo debe tener en cuanta el cómo se dicen las cosas, sino el "a quién" se dicen. Se olvida con demasiada facilidad que la inadecuación entre lo pensado y lo expresado, no se debe a un desajuste interno, una avería interior, sino a la euforia narcisista de atender al algo que decir y no al alguien con quién hablar, un alguien a dirigirse. Ortega prorrumpe:  "[...] Todo auténtico decir no sólo dice algo, sino que lo dice alguien a alguien. En todo decir hay un emisor y un receptor, los cuales no son indiferentes al significado de las palabras. Éste varia cuando aquellos varían. Duo si idem dicunt non est idem ( Si dos dicen lo mismo, no es lo mismo). Todo vocablo es ocasional. El lenguaje es por esencia diálogo y todas las otras formas del hablar depotencian su eficacia [...] Se ha abusado de la palabra y por eso ha caído en desprestigio. Como en tantas otras cosas, ha consistido aquí el abuso en el uso sin preocupaciones, sin conciencia de la limitación del instrumento. Desde hace casi dos siglos se ha creído que hablar era hablar urbi et orbi, es decir, a todo el mundo y a nadie en particular. Yo detesto esta manera de hablar y sufro cuando no sé muy concretamente a quién hablo [...] "

Esta tesis de Ortega, que sustenta la exigüidad del lenguaje y la incapacidad del radio de acción eficazmente concedido a la palabra, escrita o hablada (Ortega no distingue), se muestra como la única forma en la que no se produce la inversión de la definición o finalidad del lenguaje: la de no entenderse a través de la expresión o la comunicación del pensamiento particular. Sólo puede darse en forma de diálogo, nunca en el soliloquio, el monólogo o el mitin. El diálogo es la implicación de dos Logos, de dos razones que se dicen mutuamente; y por lo tanto, la exigencia de un equilibrio o economía libidinal, una ecología de la palabra y una higiene en el discurso. Todo ello se obtiene seleccionando a los interlocutores, los lectores, las lecturas, los mensajes y los discursos, en aceptables o inaceptable, en válidos o inválidos, en racionales o delirantes etc. Una contabilidad y administración que no sólo ejercen los responsables lingüísticos, que dice Adorno, en el hogar, en el seno familiar, sino en la salubridad política y cultural de sus circunstancias. Un acto de higiene pública que en la Barcelona runrunera y folclórico-nacional es un verdadero acto revolucionario de subversión. 













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