lunes, 5 de agosto de 2019

De niñas

Agosto es perfecto para pasear por la ciudad, el silencio, el vacío, la ausencia de gente, el estupor perdido. Me gusta fundirme en el calor. Sentir mi cuerpo sudoroso, el pelo de los brazos uniforme y caliente, la carne blanda. Paseando me encuentro a dos niñas encantadoras; 16, 17, o 18 años. Especialmente una que es preciosa y tiene un cuerpo espléndido, que me llevaría al vicio, puramente. Me paran y me preguntan por los bunkers. Están cerca, les señalo el camino. Hablamos un rato entre risas, y la que me parece hermosa (si esta no fuera una palabra demasiado madura para sus innegables atractivos), y altamente erótica, me mira fijamente aunque distraída, con sonrisa picarona. Tiene el pelo largo y liso, piel ligeramente bronceada, ojos grandes y redondos, un negro como mojado, unos labios carnosos y bien rosados, tiene, en manos y piernas, esa timidez provocadora que hace temblar. La parte más primitiva de mi cerebro habla: cualquier masculinidad sacaría una historia húmeda de esto, y con total normalidad. Yo, con mirarla ya me sacio, me imagino el acto y tengo una extraña sensación: se me revela el humano trato. Como cuando me relaciono, y juego, con animales, concretamente perros y gatos. Será así, el trato ocasional con los animales y las niñas me revela de una forma escandalosa el falso hecho de la autoconsciencia. En esas ocasiones, tales sucesos y actos, se muestran insoportablemente autoconscientes: no estoy relacionándome, sino que desde fuera me veo relacionándome, en la extrañez. Sigo paseando, estoy en silencio reflexionando conmigo mismo sobre mi mismo (mi autoexplotación emocional) y el cambio, la muerte y la fortuna. ¡Cómo iba a detener todo eso por el olor y tacto de unas niñas! Está claro, hay que saber perder el tiempo y no añorarlo, no llorarlo. Además. No soy ese tipo de hombre: no obedezco a ningún tipo reconocible, y absorbente, de masculinidad.   

No hay comentarios:

Publicar un comentario