domingo, 11 de febrero de 2018

¡Dice frío y trino! (yIII)

Efectivamente todo lo dicho es lo que sucede de modo mecánico y preciso casi todos los domingos, esa es, por decirlo así, la normalidad. Lo excepcional es una imposibilidad de distinción muchísimo menos frecuente pero muchísimo más interesante e inquietante: el asombroso olvido del conjunto de prohibiciones, impensables, indecibles y tabús que rodean las relaciones incestuosas; olvido que constituye el preámbulo de la desaparición del incesto como tal, como metonimia de todas las perversiones y degeneraciones humanas. En el aperitivo, durante un paseo, en la comida, en la despedida, bebiendo, durante la siesta, en el despertar zalamero, tanto da, mi abuelo entiende la relación que mantengo con mi madre como una relación sexuada de hombre y mujer, no como la habitual, aunque turbadora, relación desexualizada, quebrada toda posibilidad reproductiva o corporalmente gozosa, entre madre e hijo. Entiende que vivir bajo el mismo techo, compartir parte de la vida adulta, es compartir mesa y cama, un destino irrevocable de vida, absoluto, subsidiario, pero real. No hace otra cosa que recobrar las incómodas y algo desvergonzadas condiciones de su pasado, devolver a modo de sustitución mi imagen presente a un tiempo remoto, impropio y ajeno, en el que no casarse para reafirmar la soltería como estilo de vida significaba reemplazar la concupiscencia y compensarla con una hiperrelación maternal que en "subsunción formal" asume casi todas las funciones pseudoeróticas de la mujer. Rehabilitaba el viejo mito, para hacerlo efectivo y operativo, de que todo hombre busca en su amante a su madre; un ejercicio fácil si se piensa en las similitudes que para muchos hombres, ¡y muchas mujeres!, tienen ambas relaciones en su utilización ordinaria: cuidado, compañía, estabilidad, limpieza, apariencia de orden, instrumento narcisístico, una sombra, etc.  

El conjunto de este grupo de indistinciones, entre lenguaje recto ordinario y lenguaje irónico o sarcástico, entre realidad y ficción, entre lo primero y lo final, entre lo prohibido y lo permitido en las relaciones físico-psicológicas, es a todas luces un retorno de edad, un retorno total a la infancia y su vida en las nubes. El mundo perceptivo, cognitivo, emotivo y moral del infante es exactamente el mismo que el del gran y genial anciano: un mundo sin límites, ni propios ni ajenos, ni subjetivos ni objetivos, y marcado por la ausencia de lo que se ha perdido y lo que todavía no se tiene. Ni los niños entienden una ironía, ni saben lo que es real de lo que no, lo que existe o es puro producto de la imaginación, ni salen de su solipsismo, ni entienden el efímero principio en el que viven, un inicio y natalidad que les desborda por la impresión oceánica que todo les causa, ni saben que el cuerpo de su madre está prohibido y cerrado para su placer y disfrute excesivo. Cuántas veces no habré visto yo manosear un niño a su madre, cuyos gestos de normalidad esconden la sorpresa de lo excepcional; manosear sus pechos arriba y abajo, apretujarlos, ya hinchados, como esponjas marinas, acercarse insolentes a la tentadora boca, los finos labios y lamer babosos las orejas de sus madres, acariciar frenéticos su piel suave, cuyo valor y gusto se obtiene en oposición a la áspera y raspante piel de sus padres llena de pelos y trampas a la dulzura. Será que no he visto azotar a sus cuidadoras en el trasero, indiscretos rasguños en el muslo, y ver en la virgen mirada del infante un deseo aún sin estrenar, ilimitado e indeterminado que lo abarca todo por igual en un sentimiento de amor holístico: lamerlo todo (¿será el instinto del placer anal?) como exploración y conquista de nuevos mundos. Los abuelos, si no fuera por antiguos rastros y fragmentos dispersos e inconexos de la memoria que podríamos decir que es su apresurada conciencia del presente, que más o menos los reincorporan a la realidad más dura, se comportarían totalmente como niños. Ambos, ancianos e infantes, comparten mundo, habitan la misma realidad paralela, distraídos, ensimismados, coléricos, gruñones, solipcistas. A mí me parece que sí existe el círculo de los extremos, aunque no lleguen a tocarse, se rozan, ¡y mucho! Sólo cambia el olor: los niños siguen oliendo a potitos, leche regurgitada y carne rosada, mientras que los abuelos, con sus ropas oscuras y espolvoreadas con pequeños puntos blancos harinosos, siempre huelen a gato, ese extraño y sorprendente aroma mezcla de pino y calcetines viejos.

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