viernes, 7 de julio de 2017

L'ou de la serp (XI). Lo botifler


No pasé un buen día cuando leí, por decirlo al modo y gusto de la ruinosa burguesía étnica, el linchamiento que un instrumento grosero de la obscena propaganda nacionalista había ejecutado -como sólo se ejecuta con impertérrito pulso a los traidores destemplados por un encapuchado siervo dócil y fiel como perro carroñero, tuerto y pulgoso, a su amo- sobre Gregorio Morán: el mejor ensayista de la regresión progresiva de la cultura y la política española, y su indecible dialéctica, hacia pozos de degradación insólitos, cuyo lúgubre suelo era un adoctrinamiento ideológico reaccionario y represivo, acompañado de un proceso de banalización y fatuidad capitalista que se vino a llamar, para no interrumpir delicadas digestiones, la vida moderna. Un lodo estancado que apestaba a excrementos y orín de búfalo de agua, al igual que la redacción de El Nacional, el papelucho que aplica las acomplejadas técnicas de agitación, movilización, y difamación del timorato soberanismo, que ya son algo tan habitual como insoportable. Acostumbran a tomar como sacrifico patriótico a una ficción, España -un absoluto que se plantea metafísico y armonioso, y no en su obscenidad fragmentaria-, a mediocres agentes políticos del arribismo o algún insigne, lustroso, miembro del mandarinato ibérico. Pero el injusto, arbitrario y sucio ataque propio de bobos, necios consuetudinarios, a un sólido escritor, el único que hace de la crítica cultural de la política un elevado género literario e historiográfico, de moralidad, destino y carácter, intachables, es un estrago más de la aterradora decadencia del nacionalismo; que camina mortuorio hacia un acabamiento sin final, a una prolongación infinita del conflicto como modo de permanencia en el poder: busca producir un zombi político eterno, una especia de parásito que se alimente, para crecer como el musgo, de la basura en forma de miserias y bajezas del enemigo fabricado. Corrupción, que descontrolan y ocultan al mismo tiempo, para suavizarlo y maquillarlo todo con los colores de la aurora liberadora de lo utópico, bajo la versión más simpática, juvenil, ingenua y jocosa de lo patético. No conozco mayor ridículo que el que produce la vergüenza ajena de ver a un supuesto adulto, un padre cualquiera, comportarse como un excitadísimo adolescente, disfrazados todos esos respetables miembros de la familia de superhéroes de cómic para indolentes de refresco azucarado, con su bandera estrellada y logotípica, y camisetas de colores corporativos, todo eso amb la carmanyola en la mochila; lo que da muestra de la enorme payasada que supone reducir la política a un acto social, una merendola escolar o un encuentro para jubiletas de “pa amb tomata”, sardinas y sardanas. Es la existencia de estas mamarrachadas denigrantes e indigentes que hacen pasar por periódicos, del mismo modo que hacen pasar la injusticia por justicia divina, los que hacen que un país de hombres sea un saco de mendrugos secos. Ya conocíamos su insoportable narcisismo de las diferencias, la irritación urticante que les producía la igualdad entre los hombres, el odio por lo extranjero, lo extraño, cuando lo extranjero es el bárbaro, y el bárbaro lo español y todo aquello que no son sus perfumadas pieles y la música cursi de sus vidas. Pero no conocíamos el hondo, por sostenido, carácter acultural del proyecto xenófobo. La aculturalidad que han convertido en sólido cimiento de su gran mentira; la construcción cultural nacional: una cultura administrada, dirigida, estofada, y sometida al capricho sentimental de hombres milenarios e instituciones mafiosas, que se permite el privilegio de llamarse como tal excluyendo, marginando, cuando no calumniando, a escritores de la talla intelectual y moral de Gregorio Morán, por el mero hecho de ser críticos. Pervirtiendo así la semántica emancipadora de la idea ilustrada de cultura, que ciertamente siempre fue, en parte, una gran ilusión liberal, una burda mentira hipostasiada, al menos, desde la invención o producción de las grandes industrias culturales, que ni son el bien supremo del eje político de una sociedad abierta como pretende la cínica socialdemocracia para esconder sus vergüenzas e instaurar la gracia divina en la tierra, ni tampoco son el instrumento de dominación tiránica y maligna que suprimió al pacífico buen salvaje de la edad de oro. La aculturalidad es esa burda pretensión trampantoja del nacionalismo de construir una cultura burocrática, de trámites institucionales, ferias de abril, fiestas del día del libro y la rosa chorreante de rojo, festejos folclóricos, que eliminen el contenido crítico para que se fagocite de propaganda y publicidad, pretexto para fundirse el erario público en estrategias de partido disfrazadas de festividad refrescante y popular, excluyendo así, el elemento disonante de la cultura; si es que alguna vez pudo darse la posibilidad de sintetizar la natural, por fundacional, oposición entre cultura y filosofía; viva representante esta última de la pasión negativa que mueve el pensamiento crítico. La cultura nacional, al asimilarse a una identidad colectiva e institucional condena a la cultura misma a vagar por la vacuidad, la fatuidad, el cinismo, y la esterilidad más absolutas; a erigirse como censora implacable de todo elemento extraño, molesto y embarazoso, al sistema identitario. Bajo estas precarias y frágiles ingenierías se oculta el pálpito racial del sentimiento de pertenencia más primitivo y rudimentario de la tribu, ser o no ser un buen catalán (no basta con serlo, desde el pujolismo hay que querer serlo, tiene que gustarte serlo): Morán, ante la turba ruidosa, es y seguirá siendo un charnego no integrado, lo botifler. Díganlo rápido, seco, contundente, y disfrútenlo con ese placer animal, ¡Morán al paredón!

PD: Todo lo que dice la propaganda nacionalista del papelucho es mentira: véase el artículo de Morán del sábado 1 de julio de 2017 en La Vanguardia.   

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