viernes, 16 de junio de 2017

André Gide. ¡Impublicable!


André Gide, el gran escritor burgués de prosas sueltas, más bien aristócrata, que surge como consecuencia del notable fracaso de su proyecto novelístico, es con toda probabilidad, y junto a Léautaud (el mismo fracaso e incapacidad ficcional y narrativa), el mejor dietarista francés. No se entiende su obra, ni la sustitución de la ficción por la realidad, sin el combustible inagotable de la intimidad; sus proximidades y distancias con la relación entre el amor y la muerte: ninguna obra ha sido más íntimamente motivada que la mía... y no se verá muy profundamente en ella si no se discierne esto. ¿Qué escritura puede respetar, bajo una literatura no literaria, la vida concreta en toda su crudeza y belleza, y rebasarla cuando se vulnera su secreto, lo inconfesable que destruiría la fantasía de la propia identidad? La de las cuestiones amorosas y su desmoronamiento, su derrota y fracaso, la relación con la propia muerte reflejada en lo amado.Toda la obra de Gide está inclinada hacia eso, y hacia ella, Magdalena, su mujer desde la más tierna juventud, como un modo de mantener la propia vida en la vida ajena, el yo y su polifonía en lo otro: el único modo de explicarse uno mismo es explicar a los demás, sus miserias y grandezas, lo sórdido y lo sublime que paradójicamente toda intimidad contiene porque contagia. Magdalena era el amor que no podía arrancarse del corazón, y con el que murió, murieron; pero no el deseo inextirpable de la carne, que sólo lo sentía por los hombres y los niños, en ocasiones, formando una polémica identificación entre homosexualidad y pedofilia, como sucia sexualidad, placer físico carente de amor, cuerpos prohibidos, tabú. El amor por su mujer puede definirse de un modo conflictivo como amor negativo, es decir, un amor sin cuerpo, sin goce pasional, ni placer carnal, pero que funciona como el amor convencional consumido; una especie de amor puro (deseo infinito: ausencia de deseo concreto) que en vez de dirigirse hacia dios se dirige hacia los cuerpos finitos amados, sin sexo, sin lujuria, como el de su mujer, pero que se sostiene por los mismos motivos de purificación y redención: la ausencia de deseo saciado (desear el propio deseo insatisfecho sin culminación) y de erotismo colmado. El amor negativo es el amor que funciona sin  la satisfacción del objeto, pero del que se teme su disolución; una especie de síntesis (de la tradición iniciada por San Agustín) entre Cáritas, amor sin temor a pérdida (porque se ama a dios, cuerpo eterno e infinito, o puro espíritu), y Cupiditas, amor con temor a pérdida (porque se ama a los cuerpos finitos y mortales). La negatividad amorosa produciría la subjetividad literaria de Gide y construiría así la aparente contradicción: un amor sin cuerpo, ni sus disfrutes, pero con temor a pérdida, y sus tormentos. En esa posición está Magdalena en la literatura y la vida (una vez más vida y obra) de Gide, cuya seducción y erotismo en la escritura  se busca en los objetos que satisfacen el deseo carnal y pasional, sean hombres o niños; dejando así las reflexiones sobre la muerte, la trascendencia, la moral escatológica, y la palabra herida por la desolación (la distancia hacia  el mundo empantanado), para el campo del amor femenino. La obra de Gide, y la producción de su subjetividad literaria, bajo esta perspectiva sería impublicable, intolerable. Desde esa turbia prohibición escribe, en una respuesta e interpelación mortuoria, Et nunc manet in te, del amor a los niños:

<< Las vacaciones de pascua habían terminado. En el tren que nos traía de Biskra, tres colegiales que regresaban a su liceo, ocupaban el compartimento vecino al nuestro, casi totalmente lleno. Estaban semidesnudos, en aquel calor excitante y, solos en su compartimento, retozaban como diablos. Yo les oía reír y empujarse. En cada una de las frecuentes pero breves paradas del tren, asomado por la ventanilla lateral, mi mano podía alcanzar el brazo de uno de los tres colegiales, que se divertía inclinándose hacia mí, desde la ventanilla vecina, y se prestaba al juego riendo; y yo saboreaba deliciosas torturas palpando la vellosa carne ambarina que ofrecía a mi caricia. Mi mano, deslizándose y subiendo a lo lago del brazo, contorneaba el hombro... En la estación siguiente, otro de los chicos reemplazó al primero, y recomenzó el mismo juego. Luego partió el tren. Volví a sentarme, jadeante, palpitante, y simulé hundirme en la lectura. Magdalena, sentada frente a mí, no decía nada, fingía no verme, no conocerme...
Cuando llegamos a Argel, solos en el ómnibus que nos llevaba al hotel, me dijo finalmente, con un tono en el que sentía yo más tristeza aún que reproche: "Tenías el aspecto de un criminal, o de un loco". >>
 

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