miércoles, 24 de agosto de 2016

Rafael Barrett; ¿tiemblas, carcasa? (I)


El pensamiento crítico se ha deteriorado notablemente en los últimos decenios; limitado en exceso como está, apesta a frivolidad y fatalismo cuando asoma su triste cabecita farisea en el convulso océano de las letras hispanas. Como viene siendo habitual parece que cuando se dice esto se anuncia una catástrofe, acostumbrados a los discursos apocalípticos de los medios de comunicación y a la bestia de papel que es la prensa, de cuyos colmillos aún chorrea la sangre de su última e indefensa víctima: nuestro espíritu. Pero no, es una evidencia, aunque no sea la primera vez, ni será la última, que se generan decadencias y degradaciones en tiempos de expansión. Convendría vivir en las profundidades de las hemerotecas para darse cuenta del corazón regresivo y bárbaro que posee todo progreso y del extraño y desalentador reflejo que esta aparente paradoja, compartida por todas las industrias culturales del mundo, tiene en nuestro país. Gregorio Morán, el guía de este artículo, (deslumbrante luz que me descubrió al maravilloso escritor al que dedico ahora y aquí mi tiempo) se planteaba en su último libro (El cura y los mandarines), como línea general de su discurso: cómo la intelectualidad española, los plumillas del sablazo, habían podido ser tan radicales y críticos en los setenta, tan moderados en los ochenta y tan conservadores en los noventa. Ahora, ciegos reaccionarios; dóciles, inclinados hasta la chepa, al renglón de oro. Esa pregunta, y la constatación de esa cruel evolución, dejan un poso de amargura y decepción insoportables; terrible para una generación que quedó, en cierto modo, en el ostracismo cultural y crítico por esa compra, ese golpe de chequera. Lo cierto es que no ha desaparecido ese pensamiento crítico, pero sobrevive precariamente. Moribundo, anda mórbido y anónimo por las esquinas meadas de las calles más marginales de la abandonada cultura; se mueve entre trepadores y oportunistas que ocupan su papel fundamental, lo asfixian en la inmundicia. El intelectual ágrafo es una singularidad española; pero aún peor es el ciego. El intelectual que no lee, que sólo escucha, un ser auditivo, que parasitó nuestro mandarinato hasta carcomer la Académia, y convirtió nuestro joven campo de prometedoras amapolas en la Idiotética que denuncia Ferlosio; hoy, el Tertulianato

De ese oscuro silencio y profundo, autofligido, letargo, que vive el pensamiento crítico o la cultura más radical, nos saca abruptamente y sin contemplaciones nuestro protagonista: Rafael Barrett, al recuperarlo de su forzoso y arbitrario olvido, su lectura nos libera de las sogas de la cultura administrada. Rafael Barrett, hay que empezar por el principio, nació en 1876 en una ciudad tan cosmopolita e inclinada a las letras como Torrelavega (aunque de ahí también surgiera el poeta José Luis Hidalgo, es una tierra de secano para las ideas), en el seno de una familia acomodada y con pedigrí, descendiente de los Alba. Un señorito de tronío, habituado a las noches de tahúres y grupos bohemios del Madrid modernista de las tertulias, apresado en esa cárcel tan interesada y rentable del canon literario: la generación del 98. Pronto Cantabria le parecería poco, se le haría pequeño y estrecho como una camisa de fuerza, y la abandonaría para hacer carrera en Madrid; se matricularía en la Universidad con la pretensión de hacer carrera de ingeniero, aunque el descuelgue y la ligereza noctámbula y los juegos librescos, volatines de salón, en las tertulias, pronto lo seducirían para abandonarlo todo. El azote con una fusta al duque de Arión, por diversas afrentas en una época que iba de reto en reto, lo conducirá al exilio. Humillado, rechazado en clubs de la alta sociedad (la Peña del Casino) y acusado de una supuesta homosexualidad, llega a Buenos Aires en noviembre de 1903, donde se convertirá en un personaje muy distinto al estudiante y bohemio que residía en Madrid, rompiendo con su pasado para siempre, y con la firme voluntad de dedicarse al periodismo, a escribir preciosas piezas literarias en los periódicos. Rafael Barrett Álvarez de Toledo desarrolla su tan breve como intensa obra literaria en Paraguay, Buenos Aires y Montevideo, para morir en Francia cuando se cerraba el año 1910, muy joven, tan sólo 34 años, y en su mejor momento creativo, cuando su prosa estaba a punto de caramelo.

El nudo íntimo que liga su obra con su vida, su estilo con su persona, un pensamiento radical con un hombre de extremos, tentacular, se cuenta mucho mejor en Asombro y Búsqueda de Rafael Barrett, de Gregorio Morán, el introductor de Barrett en nuestra memoria, el hombre que rescató del pozo del olvido a un gran escritor, delicioso y mordaz. Moralidades Actuales (1910), es el único libro que Barrett ( también con un notable prólogo de Morán ) publicó en vida y que reúne los mejores artículos del periodista, el escritor, de la Idea; así es como debería llamarse siempre el anarquismo. Aunque en su caso se de con no pocas particularidades polémicas (como todo anarquismo, incluso el de Camba, sus escritos de la anarquía, se asimilan a su idiosincrasia como método crítico), por la extraña y fecunda influencia del pensamiento moral de Nietzsche; y su distanciamiento antagónico respecto a su perspectiva temporal: el eterno retorno; esa serpiente negra del tiempo que atraganta a los hombres. En Barrett hay una honda reflexión sobre el tiempo, lo viejo y lo nuevo, y la relación entre la decadencia y la esperanza que todo acto humano, incluso sus construcciones, implican; dice: << Hay entre nosotros ídolos enormes que no son sino cadáveres de pie, momias que una mirada reduce a polvo>>  Unos adversarios, delicados amantes de las ruinas, a los que él se opone; y sigue en contra de los historicistas que se creen hijos, como productos, de su tiempo y los anteriores: << ¡Pues bien, no! No somos solamente hijos del pasado. No somos una consecuencia, un residuo de ayer. Antes que efecto somos causa, y me revelo contra ese mezquino determinismo que obliga al universo a repetirse eternamente, idéntico bajo sus máscaras sucesivas. No; el pasado se enterró para siempre en nosotros mismos. Decid que es quizá limitada la materia disponible, que fabricamos el ánfora nueva con el viejo barro, que para cuajar mis huesos tomaron las cenizas de mi padre. Decid que la naturaleza, en su noble afán de hacerla más hermosa, funde y torna a fundir infatigablemente el bronce de la estatua. Pero ¡qué importa la materia! la forma, el alma es lo que importa. Sobre el pasado está el presente. Todo es nuevo; nueva la alegría de los niños, nueva la emoción de los enamorados, nuevo el sol a cada aurora, nueva la noche a cada ocaso, y al morir nuestra angustia no será la de nuestros antepasados, sino un nuevo drama a las orillas de un nuevo abismo [...] Blasfemia, profunda la que hace de la humanidad espectros y no hombres. No somos el pasado, sino el presente, creador divino de lo que no existió nunca. No somos el recuerdo; somos la esperanza>> Así sentencia Barret, ¡con qué sintaxis!, zanja definitivamente, las aperturas, las fugas, del tiempo, y el peligro de su repetición criminal.

El pensamiento crítico de Barrett cabía en los periódicos de la época; hoy, esa postura intelectual radical esta extinta; aunque esta misma nos impida desfallecer y claudicar ante los apocalípticos y pesimistas irracionales. Lejos quedan ya, sin embargo, los años, sobre todo para un joven como yo, en que Ferlosio y Agustín García Calvo escribían en el intelectual orgánico, o colectivo, que le llama Morán al diario El País. Remotos parecen la extensión y fuerza de sus textos, imposibles de recuperar tal vez, en su esencial libertad destructiva y en su natural belleza expositiva; una firma en el aire pasajero del olvido. Sólo recordando, es posible resistir y soportar. Leer a Barrett nos recuerda momentos mejores en un tiempo convulso, alimenta nuestra esperanza; no leerlo, nos empobrece, nos limita.

 ( Continuará...)









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