sábado, 14 de septiembre de 2019

Naranjas y servilletas

Es sábado, y no sólo en casa, es el día de la compra en el barrio; un barrio obrero y de clases medias empobrecidas. Nos toca ir al Mercadona, faltan naranjas, servilletas, papel higiénico y dos mangos para el postre. Está cerca de casa, es un paseíto feo y agradable, el sol filtrado por la nube, luz blanca que cae sobre la acera gris, hay restos de madera de un antiguo mueble en la esquina, junto a los contenedores; pienso en esos restos como en la conversación de anoche con amigos, pecios de inteligencia. Las cajas están llenas, hombres mayores, gordos y calvos con ridículos carros verdes haciendo cola. El pig... pig... pig... del cobro y la facturación de las máquinas. El viejo y la joven mulata, ¡el sexo, y las gozosas suciedades! Las viejas cotillas, y esos perfumes dulces que ocultan el insobornable olor a muerte. Una japonesa idiota, pero muy idiota, que se cuela. Jóvenes, alguna loca de gimnasio, algún loco de gimnasio; hombres, mujeres, libres e iguales, en esa ficción política. Voy subiendo por la cinta mecánica, estúpido también con mi estúpido carrito verde, con mi estúpida paciencia y mi todavía más estúpida resignación de cordero; van pasando los rostros, esos cuerpos llenos de carne, parecen estar hechos de carne dura, compacta, van erguidos, tiesos, tranquilos, sólidos, ojos negros, algún niño. Los veo pasar. Van hacia abajo, en hilera perfecta, por esa lenta cinta mecánica contigua. Todos parecen fuertes e indestructibles, acorazados sus corazones; pero no me creo su seguridad, yo conozco la fragilidad, su fragilidad, y como tiemblan, no son de carne; yo sé que están hechos de cristal, como yo. Seres de cristal.  

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