domingo, 17 de marzo de 2019

La humedad nos ciega los ojos: gotas que siguen cayendo, que no paran, ni pararán nunca, de caer y secarse

Anoche soñé que me moría, y que muchos otros también lo hacían, y el suicida era cualquiera, daba igual quién. Éramos niños, todos, valientes, vivíamos luchando, libres, en un campo verde y soleado contra dragones inmensos, aplicando el lenguaje de las bestias, una palabra inútil y salvaje que terminaba con la muerte. No cambiamos nada. Reflejo, posible, esta impotencia de cambio, de la sintética escritura de los finales que voy ensayando, entre la invención de lenguaje y la vida y su imposible clausura, y no sé si sale.    

Llevamos el mismo suicida dentro, las mismas muertes, sea en el cuerpo o en la memoria; cual artesanales muñecos de madera con inesperada sorpresa, eco de fondo, acumulación de carga, seguro inicio de una música diabólica, mortalmente seductora. El suicida tiene un doble problema, porque tiene un doble enemigo: su mundo interior, probablemente devastado, y, en sentido general, el gobierno de los hombres. Él mismo se plantea con una frecuencia delirante el derecho a su propia existencia, pero los que, impasibles, le miran, inconscientemente o espontáneamente, también se plantean cosas que pesan, cargan, dañan, incitan, carcomen, duelen, arañan, amputan, provocan y aspiran al cruel descanso del otro. Y es a través de la misma mirada, porque ¡curioso! todos atravesamos el mismo día y la misma noche, la misma guerra a la puerta de casa, que unos caen y otros simplemente se limpian. Miran y se dicen en la impunidad de la confidencia: ¿Acaso ellos, así, tirados, restos, tienen derecho a vivir, tienen derecho a la vida?; preguntas fruto de la impolítica, de la despolitización, ya que el gran problema político es la vida: recordar que hay que vivir; y deconstruir el fundamento de ese derecho, exquisita trampa de su encarcelamiento y su contrario: el derecho a morir, cuya proximidad al derecho a dejar morir paraliza por la fácil y susceptible perversión: el hacer morir, en bruto y llevado hasta el final: el derecho a matar. Un camino antiguo, conocido, y nada excepcional e insólito, en la antigua política de soberanía, el poder del soberano (posteriormente Foucault invertiría la fórmula de la política soberana con la invención de la biopolítica: hacer vivir, dejar morir: hacer sobrevivir; simplemente lo cito, lo destaco). Y luego están los que directamente son frutos de la ignorancia, esa terrible forma de barbarie: ¿a mojarnos, cómo se atreven a mojarnos y mancharnos?, ¡señalarnos! Somos hombres, son hombres, desarmados como la pena, pero no son símbolos de un vacío, ni de nada, sino el hecho consumado de un vaciamiento, el reflejo del vacío que en ocasiones produce la ausencia de espacio, el no-lugar, la supresión, o compresión, del espacio entre los hombres que es la aparición de lo político. Si el suicida es el que no tiene lugar, el que es un no-hombre perdido, desorientado, sin espacio, entonces sí son una causa política. Pensar la vida de un modo político es buscar una respuesta a la fragilidad y debilidad de su existencia, reconducir su vulnerabilidad constitutiva, pretender encontrar una dureza y belleza inexistentes, e inesperadas, en una vida normal(izada), fruto de la resistencia, apelando e interpelando a otros, porque solos no somos nada, ni siquiera malvados. La humedad nos cierra, nos ciega, los ojos, las lágrimas son como las gotas que caen, nos mojan, y se secan.

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